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Cerca del año mil, la literatura occidental presenta a la sociedad cristiana con un esquema nuevo que obtiene muy pronto un gran éxito. Un «pueblo triple» compone la sociedad: sacerdotes, guerrero y campesinos. Las tres ca tegorías son distintas y complementarias, y cada una tiene necesidad de las otras. Su conjunto forma el cuerpo armónico de la sociedad. Este esquema aparece en la traducción libre de la obra de Boecio De Consolatione, hecha por el rey de Inglaterra Alfredo el Grande a finales del siglo IX. El rey ha de tener jebedmen, fyrdmen y weorcmen, «hombres de plegaria», «hombres de ca ballo» y «hombres de trabajo». Un siglo después, la estructura tripartita rea parece en Aelfric y en Wulfstan, y el obispo Adalberón de Laón, en su poema al rey capeto Roberto el Piadoso, hacia el 1030, da una versión elaborada de ella: «La sociedad de los fieles no forma más que un cuerpo; pero el Estado tiene tres. Porque la otra ley, la ley humana, distingue otras dos clases: los no bles y los siervos, efectivamente, no se rigen por el mismo estatuto... Aquéllos son los guerreros, protectores de las iglesias; son los defensores del pueblo, lo mismo de los grandes que de los pequeños, en fin, de todos, y aseguran a la vez su propia seguridad. La otra clase es la de los siervos: esta desgraciada casta no posee nada si no es al precio de su trabajo. ¿Quién podría, abaco en ano, calcular las labores que ejecutan los siervos, sus largas marchas, sus duros trabajos?
Dinero, vestidos, alimentos, los siervos lo proporcionan todo a todo el mundo; ningún hombre libre podría subsistir sin los siervos. ¿Se ha de hacer un trabajo? ¿Se quieren hacer gastos? Vemos a reyes y prelados ha cerse siervos de sus siervos; el siervo nutre al amo, él, que pretende alimen-tarlo. Y el siervo no ve nunca el fin de sus lágrimas y de sus suspiros. La casa de Dios, que se cree ser una, está, por lo tanto, dividida en tres: los unos rue gan, los otros combaten y los otros, en fin, trabajan. Esas tres partes que co existen no sufren por verse separadas; los servicios proporcionados por la una son condición de las obras de las otras dos; cada una, a su vez, se encar ga de aliviar el conjunto. Así, este conjunto triple no deja de permanecer uni do, y así es como la ley ha podido triunfar y el mundo gozar de la paz».
Texto capital y, en alguna de sus frases, extraordinario. En un solo flash, la realidad de la sociedad feudal queda reflejada en la fórmula «el siervo nu tre al amo, él, que pretende alimentarlo». Y la existencia de las clases —y, por consiguiente, su antagonismo—, aunque inmediatamente enmascarada por la afirmación ortodoxa de la armonía social, se plantea por la constatación: «La casa de Dios, que se cree ser una, está, por lo tanto, dividida en tres». Sin em bargo, lo que nos importa aquí es la caracterización, que se hará clásica, de los tres estamentos de la sociedad feudal: los que rezan, los que combaten y los que trabajan: oratores, bellatores, laboratores.
Sería apasionante seguir la suerte de este tema, sus transformaciones, sus relaciones con otros temas, por ejemplo, con la genealogía de la Biblia: los tres hijos de Noé, o de la mitología germánica: los tres hijos de Rigr.
Pero, ¿es este tema literario una buena introducción al estudio de la so ciedad medieval? ¿Qué relación mantiene con la realidad? ¿Expresa la ver dadera estructura de las clases sociales en el Occidente medieval?
Georges Dumézil ha mantenido con éxito la tesis de que la triple parti ción de la sociedad es una característica de las sociedades indoeuropeas, y el Occidente medieval quedaría así vinculado sobre todo a la tradición itálica: Júpiter, Marte, Quirino, probablemente con un intermediario celta.
Otros, entre ellos recientemente Vasilij I. Abaev, piensan que la «triple partición funcional» es «una etapa necesaria en la evolución de toda ideología humana» o, mejor aún, social. Lo esencial es que ese esquema aparece o reaparece en un momento que se puede considerar oportuno para la evolu ción de la sociedad occidental. Georges Duby ha sido el brillante historiador de esos tres órdenes.
Entre el siglo VIII y XI la aristocracia se constituye en orden militar, como hemos visto, y al miembro por excelencia de esta clase se le denomina miles —caballero—, denominación que parece extenderse hasta las fronteras de la cristiandad, puesto que en una inscripción funeraria del siglo XI, descubierta recientemente en Gniezno, se habla de un miles. En la época carolingia, los clérigos se transforman en casta clerical, como lo ha puesto bien de manifies to el canónigo Delaruelle, y la evolución de la liturgia y de la arquitectura re ligiosa expresan esta transformación: clausura de los coros y de los claustros, reservados al clero de los capítulos, y cierre de las escuelas exteriores de los monasterios. El sacerdote celebra en adelante la misa de espaldas a los fieles, éstos ya no van en procesión a levar al celebrante las «oblaciones», ya no es tán asociados a la recitación del Canon que, en adelante, recita el sacerdote en voz baja, la hostia ya no es de pan natural, sino de pan ázimo, «como si la misa se convirtiese en algo extraño a la vida cotidiana». En fin, la condición de los campesinos tiende a uniformarse en el nivel más bajo: el de los siervos. Así pues, emplearé el término de clase para designar las tres categorías del es quema.
Basta comparar ese esquema con los de la alta Edad Media para darse cuenta de la novedad. Entre los siglos V y XI hay dos imágenes de la sociedad que se entremez clan muy a menudo. Se trata, a veces, de un esquema múltiple, diversificado, que enumera un cierto número de categorías sociales o profesionales donde se pueden hallar los restos de una clasificación romana que distingue las ca tegorías profesionales, las clases jurídicas y las condiciones sociales. Así el obispo de Verona, Rathier, en el siglo X, nombra diecinueve categorías: los ci viles, los militares, los artesanos, los médicos, los comerciantes, los abogados, los jueces, los testigos, los procuradores, los patronos, los mercenarios, los consejeros, los señores, los esclavos (o siervos), los maestros, los alumnos, los ricos, los de fortuna media y los mendigos. En esta lista se encuentra mejor o peor representada la especialización de las categorías profesionales y sociales características de la sociedad romana y que quizá habían sobrevivido en cier to modo en la Italia del norte.
Pero con más frecuencia la sociedad se reduce a la confrontación de dos grupos: clérigos y laicos en una cierta perspectiva, poderosos y débiles o gran des y pequeños, o ricos y pobres si sólo se tiene en cuenta la sociedad laica, li bres y no libres si uno se sitúa en el plano jurídico. Este esquema dualista co rresponde a una visión simplificadora de las categorías sociales en el Occidente de la alta Edad Media, eso es seguro. Una minoría monopoliza las funciones de dirección: dirección espiritual, dirección política, dirección económica; la masa lo soporta. La triple partición funcional que aparece alrededor del año mil expresa otra ideología. Corresponde a la función religiosa, a la función militar y a la función económica y es característica de un cierto estadio de evolución de las sociedades que los sabios como Georges Dumézil han denominado indoeuro peas. Es un testimonio del parentesco entre la imaginación social de la sociedad medieval y la de otras sociedades más o menos arcaicas.
¿Qué quiere decir triple partición funcional? Y en primer lugar, ¿qué relaciones mantienen entre sí las tres funciones, o mejor, las clases que las representan? Está claro que el esquema tripartito es un símbolo de armonía social. Como el apólogo de Menenio Agripa, Los miembros y el estómago, es un instrumento lleno de imágenes del cese de la lucha de clases y de la mixtificación del pueblo. Pero, si bien se ha visto claramente que ese esquema se orientaba a mantener a los trabajadores —la clase económica, los productores— en la sumisión a las otras dos clases, no se ha puesto suficientemente de manifiesto que el esquema, que es clerical, se orienta también a someter los guerreros a los clérigos, a hacer de ellos los protectores de la Iglesia y de la religión.
Representa también un episodio de la antigua rivalidad entre hechiceros y guerreros y va de la mano con la reforma gregoriana, la lucha entre el sa cerdocio y del Imperio. Contemporáneo de los cantares de gesta, terreno literario de la lucha entre la clase clerical y la clase militar, como lo fue en la Iliada —tal como lo ha demostrado brillantemente, partiendo del episodio del caballo de Troya, Vasilij I. Abaev—, es un testimonio de la lucha entre la fuerza chamánica y el valor guerrero. Piénsese en la distancia que separa a Roldan de Lancelote. Lo que se ha dado en llamar la cristianización del ideal caballeresco, probablemente, no es más que la victoria del poder sacerdotal sobre la fuerza guerrera.
Roldan, aparte lo que se haya podido decir, tiene una moral de clase, piensa en su linaje, en su rey, en su patria. No tiene nada de santo, salvo que sirve de modelo al santo de su época —siglos XI y XII— definido como miles Christi. Todo el ciclo de Arturo, por el contrario, termi na con el triunfo de la «primera función» sobre la «segunda». Ya en la obra de Cristian de Troyes, el difícil equilibrio entre «clerecía» y «caballería» aca ba, a través de la evolución de Perceval, con la metamorfosis del caballero, la búsqueda del santo Grial, la visión del Viernes Santo. El Lancelote en prosa remata el ciclo. El epílogo de la muerte de Arturo es un crepúsculo de los guerreros. El instrumento simbólico de la clase militar, la espada Excalibur, acaba siendo arrojada por el rey a un lago y Lancelote se convierte en una es pecie de santo. El poder chamánico, bajo una forma, por lo demás, muy de purada, ha absorbido el valor guerrero.
Por otra parte, uno puede preguntarse si la tercera categoría, la de los trabajadores, laboratores, se confunde por completo con el conjunto de los productores, si todos los campesinos representan la función económica.
Se podrían acumular una serie de textos y demostrar que, entre el final del siglo VIII y el XII, las derivaciones de la palabra labor, empleadas en un sentido económico —pero raramente, de hecho, en su estado puro, porque esos términos se hallan casi siempre más o menos contaminados por la idea moral de fatiga, de penalidad—, responden a un significado preciso, el de una conquista agrícola: ya sea mediante una extensión de la superficie culti vada, o bien mediante la mejora de la cosecha. La capitular de los sajones de finales del siglo VIII distingue substantia y labor, el patrimonio, la herencia, y las adquisiciones debidas a su explotación. Labor incluye la roturación y su resultado. La glosa de un canon manuscrito de un sínodo noruego de 1164 precisa que labores equivale a novales, es decir, las tierras roturadas. El laborator es aquel cuya fuerza económica basta para producir más que los demás. Ya en el 926, un acta de Saint-Vincent del Macones nombra illi meliores qui sunt laboratores («esa élite que son los laboratores»). De ahí procederá, en francés, la palabra laboureurs que, ya en el siglo X, designa la capa superior del campesinado, la que posee al menos una yunta de bueyes y sus correspondientes aperos de labranza. Así, el esquema de la triple partición —incluso aunque algunos, como Adalberón de Laón, hagan entrar en él al con junto de los campesinos e identifiquen a los laboratores con los siervos— representa más bien de manera exclusiva el conjunto de las capas superiores: la clase clerical, la militar y la capa superior de la clase económica. En una pa labra, sólo comprende la melior pars, las élites.
Piénsese, además, en la forma en que esta sociedad tripartita va a trans formarse durante la baja Edad Media. En Francia se convertirá en los tres estados: clero, nobleza y tercer estado. Ahora bien, este último no se confunde con el conjunto de los campesinos. Ni siquiera representa a toda la burgue sía. Está compuesto por las capas superiores de la burguesía, por los notables. El equívoco que existe desde la Edad Media sobre la naturaleza de esta tercera clase, que es teóricamente el conjunto de todos los que no figuran en las dos primeras y que, de hecho, se limita a la parte más rica o la más ins truida del resto, desembocará en el conflicto planteado durante la Revolu ción francesa de 1789 entre los que quieren concluir la revolución con la victoria de la élite, del tercer estado, y quienes quieren hacer de ella el triunfo de todo el pueblo.
De hecho, en la sociedad de lo que se ha llamado la primera edad feudal, hasta mediados del siglo XII aproximadamente, la masa de los trabajadores manuales —un texto del siglo XI de Saint-Vincent del Macones opone aún los pauperiores qui manibus laboran («los más pobres que trabajan con sus ma nos») a los laboratores— sencillamente no existe. Marc Bloch ha observado con sorpresa que los señores laicos y eclesiásticos de esta época transforma ban los metales preciosos en piezas de orfebrería y que las hacían fundir, como hemos visto, en caso de necesidad, considerando como nulo el valor económico del trabajo del artista o del artesano. Pero la tendencia a conside rar que el esquema comprendía toda la sociedad y que, por consiguiente, los laboratores comprendían la masa de los trabajadores, también tuvo su difusión después del siglo XI.
Acabamos de hablar de clase y de aplicar este término a las tres categorías del esquema tripartito, mientras que, tradicionalmente, en esa palabra se veía el concepto de «órdenes», y a las tres funciones corresponderían en la época medieval tres órdenes.
Ese vocabulario es ideológico, normativo, incluso si, para ser más eficaz, tenga que ofrecer una cierta concordancia con las «realidades» sociales. El término ordo, más carolingio que propiamente feudal, pertenece al vocabulario religioso y se aplica, por lo tanto, a una visión religiosa de la sociedad, a los clérigos y a los laicos, a lo espiritual y a lo temporal. Así pues, no puede haber en ese vocabulario más que dos órdenes: el clero y el pueblo, clerus y populus, y los textos, por lo demás, dicen con suma frecuencia: utraque ordo («ambos órdenes»). Algunos juristas modernos han querido establecer una distinción entre la clase, cuya definición sería económica, y el orden, cuya de finición sería jurídica. De hecho, el orden es un término religioso pero, igual que la clase, se apoya en bases socioeconómicas. La tendencia de los autores y los utilizadores del esquema tripartito de la Edad Media a hacer de las tres «clases» tres «órdenes», responde a la intención de sacralizar esta estructura social, de hacer de ella una realidad objetiva y eterna creada y querida por Dios y de imposibilitar cualquier género de revolución social.
Reemplazar ordo por conditio («condición»), como se hizo a veces en el siglo XI, y hacia el 1200 por «estado», significa, por lo tanto, un cambio pro fundo. Esta laicización de la visión de la sociedad sería ya importante por sí sola. Pero es que, además, va acompañada de una derogación del esquema tripartito que corresponde a una evolución capital de la misma sociedad medieval.
Sabido es que el instante en que aparece una nueva clase que hasta en tonces no ha tenido su lugar en el esquema tripartito de una sociedad, cons tituye un momento crítico en la historia de ese esquema. Las soluciones adoptadas por las diferentes sociedades —Georges Dumézil las ha estudiado en lo que atañe a las sociedades indoeuropeas— son diversas. Tres de ellas apenas trastocan la visión tradicional: la que consigue mantener apartada la nueva clase, negándole un lugar en el esquema; la que la amalgama y la fun de con una de las tres preexistentes; e incluso la más revolucionaria, la que, para hacerle un lugar, transforma el esquema tripartito en esquema cuatripartito. En general, esta clase aguafiestas suele ser la de los comerciantes que señalan el paso de una economía cerrada a una economía abierta y la aparición de una clase económica poderosa que no se contenta con someterse a la clase clerical y a la militar. Se ve claramente cómo la sociedad medieval tradi cional ha probado esas soluciones inmovilistas leyendo en un sermón inglés del siglo XIV: «Dios ha hecho los clérigos, los caballeros y los labradores; pero el demonio ha hecho los burgueses y los usureros», o en un poema alemán del siglo XIII que la tercera clase, la de los usureros, Wucherer, gobierna des de entonces a las otras tres.
El hecho capital es que, en la segunda mitad del siglo XII y en el trans curso del XIII, el esquema tripartito de la sociedad —incluso si se sigue en contrándolo como tema literario e ideológico durante mucho tiempo aún— se descompone y cede ante un esquema más complejo y más flexible, resulta do y reflejo de una transformación social.
A la sociedad tripartita sucede la sociedad de los «estados», es decir, de las condiciones socioprofesionales. Su número varía al gusto de los autores, pero se encuentran en ella algunas constantes, sobre todo la mezcla de una clasificación religiosa, basada en criterios clericales y familiares, con una división según las funciones profesionales y las condiciones sociales. Un sermonario alemán del 1220 aproximadamente enumera hasta 28 estados: 1, el papa; 2, los cardenales; 3, los patriarcas; 4, los obispos; 5, los prelados; 6, los monjes; 7, los cruzados; 8, los conversos; 9, los monjes giróvagos; 10, los sa cerdotes seculares; 11, los juristas y los médicos; 12, los estudiantes; 13, los estudiantes errantes; 14, las monjas de clausura; 15, el emperador; 16, los re yes; 17, los príncipes y condes; 18, los caballeros; 19, los nobles; 20, los escu deros; 21, los burgueses; 22, los comerciantes; 23, los vendedores al por me nor; 24, los heraldos; 25, los campesinos obedientes; 26, los campesinos rebeldes; 27, las mujeres... y 28, ¡los hermanos predicadores! De hecho, se trata de una doble jerarquía paralela de clérigos y de laicos, conducidos los primeros por el papa y los segundos por el emperador.
El nuevo esquema es todavía el de una sociedad jerarquizada en la que se desciende de la cabeza a la cola, salvo alguna excepción como en el Libro de Alejandro, español, de mediados del siglo XIII, donde la enumeración de los estados comienza por los «labradores» para terminar por los nobles. Pero se trata de una jerarquía diferente de la de los órdenes de la sociedad tripartita, de una jerarquía más horizontal que vertical, más humana que divina, que no pone en entredicho la voluntad de Dios, que no es de derecho divino y que, en cierto modo, se puede modificar. También aquí la iconografía pone de ma nifiesto un cambio ideológico y mental. La representación de los órdenes su perpuestos (que continuará aún y se reforzará incluso en tiempos del absolutismo monárquico) queda reemplazada por una figuración de los estados en fila india. No hay duda de que los poderosos: papa, emperador, obispos, ca balleros son los que dirigen el baile, pero, ¿hacia dónde? No hacia lo alto, sino hacia abajo, hacia la muerte. Porque la majestuosa sociedad de los órde nes ha cedido el puesto al cortejo de los estados arrastrados en esa danza macabra.
Esta desacralización de la sociedad va acompañada de una fragmenta ción, de una desintegración que es al mismo tiempo el reflejo de la evolución de las estructuras sociales y el resultado de una maniobra más o menos cons ciente del clero que, viendo cómo se le escapaba la sociedad de los órdenes, debilita a la nueva sociedad dividiéndola, atomizándola y dirigiéndola a la muerte. ¿No viene acaso la gran peste de 1348 a poner de manifiesto que la voluntad de Dios es castigar a todos los «estados»? La destrucción del es quema tripartito de la sociedad va unida al desarrollo urbano de los siglos XI a XIII, desarrollo que es preciso situar, como hemos visto, en el contexto de una división creciente del trabajo. El esquema tripartito se desmorona al mis mo tiempo que el esquema de las siete artes liberales y también a la vez que se tienden los primeros puentes entre las artes liberales y las artes mecánicas, entre las disciplinas intelectuales y las técnicas. El taller urbano es un crisol donde se disuelve la sociedad tripartita y donde se elabora la nueva imagen.
La Iglesia termina por adaptarse de grado o por fuerza. Los teólogos más abiertos comienzan a proclamar que todo oficio, que toda condición se pue de justificar si se ordena a la salvación. Gerhoh de Reichersberg, a mediados del siglo XII, en el Líber de aedificio Dei, evoca «esta gran fábrica, este gran ta ller que es el universo» y afirma: «Quien por el bautismo ha renunciado al diablo, aunque no se haga clérigo o monje, se entiende que ha renunciado al mundo de tal manera que, ricos o pobres, nobles o siervos, comerciantes o labradores, todos cuantos han hecho profesión de fe cristiana deben rechazar lo que les es hostil y seguir lo que les conviene; en efecto, cada orden (el vo cabulario sigue siendo el del concepto de órdenes), y más en general cada profesión halla en la fe católica y la doctrina apostólica una regla adaptada a su condición, y si libra bajo ella el buen combate podrá también conquistar la corona», es decir, la salvación. Por supuesto que este reconocimiento va acompañado de una vigilancia atenta. La Iglesia admite la existencia de esta dos, pero les impone como etiqueta distintiva pecados específicos, pecados de clase, inculcándoles una moral profesional.
Al principio, esta nueva sociedad es la sociedad del diablo. De ahí el no table éxito que tuvo en la literatura clerical, a partir del siglo XII, el tema de «las hijas del diablo», casadas con los estados de la sociedad. En las guardas de un manuscrito florentino del siglo XIII, por ejemplo, leemos:
El diablo tiene nueve hijas, a las que ha casado
a la simonía… con los clérigos seculares
a la hipocresía…con los monjes
a la rapiña…con los caballeros
al sacrilegio…con los campesinos
a la simulación…con los alguaciles
al fraude…con los comerciantes
a la usura…con los burgueses
a la pompa mundana…con las matronas
y la lujuria, a la que no ha querido casar, pero que ofrece a todos como amante común.
Florece toda una literatura homilética que ofrece sermones ad status, es decir, dirigidos a cada uno de los «estados». Las órdenes mendicantes, en el siglo XIII, le otorgan en sus predicaciones un lugar privilegiado. El cardenal dominico Humberto de Romans, a mediados del siglo XIII, se encarga de codificarlos.
La coronación de este reconocimiento de los «estados» es su introduc ción en la confesión y en la penitencia. Los manuales de confesores que, en el siglo XIII, definen los pecados y los casos de conciencia acaban por catalogar los pecados por clases sociales. A cada estado sus vicios, sus pecados. La vida moral y espiritual se socializa según la sociedad de los «estados».
Juan de Friburgo, a finales del siglo XIII, en su Confessionnale, un resu men de su gran Summa confessorum para uso de los confesores «más simples y menos expertos», ordena los pecados en catorce rúbricas, que son otros tantos «estados»: 1, obispos y prelados; 2, clérigos y beneficiados; 3, curas de parroquia, vicarios y confesores; 4, monjes; 5, jueces; 6, abogados y procura dores; 7, médicos; 8, doctores y maestros; 9, príncipes y otros nobles; 10, es posos; 11, comerciantes y burgueses; 12, artesanos y obreros; 13, campesinos; 14, laboratores.
En esta sociedad rota, los jefes espirituales conservan, a pesar de todo, la nostalgia de la unidad. La sociedad cristiana debe formar un cuerpo, un corpus. Ideal preconizado por los teóricos carolingios y por el papado de las cru zadas a partir de Urbano II.
Cuando la diversidad parece triunfar, un Juan de Salisbury, hacia el 1160, intenta aún, en el Polycraticus, salvar la unidad de la cristiandad, comparan do la sociedad laica cristiana con un cuerpo humano en el que las diversas ca tegorías profesionales constituyen los miembros y los órganos. El príncipe es la cabeza; los consejeros, el corazón; los jueces y los administradores provinciales, los ojos, los oídos y la lengua; los guerreros, las manos; los funcionarios de las finanzas, el estómago y los intestinos; los campesinos, los pies.
En ese mundo de combates dualistas que es la cristiandad medieval, la sociedad es ante todo el teatro de una lucha entre la unidad y la diversidad, como lo es, de forma más general, de un duelo entre el bien y el mal. Porque durante mucho tiempo el sistema totalitario de la cristiandad medieval identificará el bien con la unidad y el mal con la diversidad. En el detalle cotidiano se establecerá una dialéctica entre la teoría y la práctica, y la afirmación de la unidad se acomodará con frecuencia a una inevitable tolerancia.
En primer lugar, ¿quién es la cabeza de ese cuerpo que es la cristiandad? De hecho, la cristiandad es bicéfala, tiene dos cabezas: el papa y el emperador. Pero la historia medieval está hecha más de desacuerdos y de luchas que de entendimiento entre esas dos cabezas, quizá sólo conseguido de forma efímera por Otón III y Silvestre II en torno al año mil. El resto del tiempo, las relaciones entre las dos cabezas de la cristiandad manifiestan la rivalidad existente entre los niveles más altos de los dos órdenes dominantes, pero concurrentes, de la jerarquía clerical y de la laica —de los clérigos y de los guerreros, del poder chamánico y de la fuerza militar.
Sin embargo, el duelo entre el sacerdocio y el Imperio no siempre apare ce en estado puro. Hay otros protagonistas que remueven las cartas.
Por parte del sacerdocio, las cosas se aclaran con bastante rapidez. Una vez comprobada la imposibilidad de hacer que el patriarca de Constantinopla y la cristiandad oriental admitan la primacía romana —hecho consumado mediante el cisma del 1054—, la primacía del papa apenas es discutida por alguien en la Iglesia de Occidente. Gregorio VII da un paso decisivo a este respecto con el Dictatus papae del 1075, donde afirma entre otras cosas: «Sólo el pontífice romano es llamado a justo título universal... El es el único cuyo nombre se debe pronunciar en todas las iglesias..., a quien no está con la Iglesia romana no se le puede considerar católico...». En el transcurso del siglo XII, de «vicario de san Pedro» se transforma en «vicario de Cristo» y, mediante el proceso de canonización, controla la consagración de los nuevos santos. Durante los siglos XIII y XIV, sobre todo gracias a los progresos de la fiscalidad pontificia, hace de la Iglesia una verdadera monarquía.
A su lado o en contra suya, el emperador está muy lejos de ser la cabeza de la sociedad laica de forma tan indiscutida. En primer lugar, hay eclipses imperiales mucho más prolongados que las cortas vacantes del solio pontificio, la más larga de las cuales, relativamente excepcional, es la de los treinta y cuatro meses que separan la muerte de Clemente IV en noviembre de 1268 y la elección de Gregorio X en septiembre de 1271 durante el gran interregno entre la muerte de Federico II (1250) y la elección de Rodolfo de Habsburgo (1273). Tampoco hay que olvidar que, muy a menudo, un plazo bas tante largo separa la elección en Alemania, que hace del elegido un simple «rey de los romanos», de la coronación en Roma, sólo a partir de la cual el emperador lo es de hecho. Sobre todo, la hegemonía del emperador a la cabeza de la cristiandad es más teórica que real. Con frecuencia combatido en Alemania , discutida su autoridad en Italia, es, por lo general, ignorado por los príncipes más poderosos. A partir del período otoniano, los reyes de Francia no se sienten, en modo alguno, sometidos al emperador. Desde co mienzos del siglo XII, los canonistas ingleses y españoles, tanto como los franceses, niegan que sus reyes sean subditos de los emperadores y de las leyes imperiales.
El papa Inocencio III reconoce en 1202 que, de facto, el rey de Francia no tiene superior en lo temporal. Un canonista declara en 1208 que «todo rey tiene en su reino los mismos poderes que el emperador en su im-perio»: unusquisque enim tantum iuris habet in regno suo quantum imperator in imperio. Los Etablissements de san Luis declaran: «El rey no depende de nadie si no es de Dios y de sí mismo». En resumidas cuentas, se consolida la teoría según la cual «el rey es emperador en su reino». Por otra parte, desde comienzos del siglo X se asiste a lo que Robert Folz llama el «fraccionamien to de la noción de imperio». El título de emperador adquiere una dimensión limitada. De forma muy significativa aparece en dos países que se han libra do de la dominación de los emperadores carolingios: las islas Británicas y la península Ibérica, y en los dos casos manifiesta la pretensión a la supremacía sobre una región unificada: los reinos anglosajones, los reinos ibéricos cristianos. El sueño imperial dura apenas un siglo en Gran Bretaña.
En España, la quimera imperial se mantiene durante más tiempo. El «imperio español» tiene su apogeo con Alfonso VII que se hace coronar emperador en León en 1135. Después de él, la monarquía castellana se divide, Es paña se fragmenta en los «cinco reinos» y el título de emperador de España desaparece para no hacer más que una corta aparición con Fernando III en el 1248, tras la toma de Sevilla a los musulmanes. De este modo, la idea de imperio, aunque parcial y fragmentaria, iba siempre ligada a la idea de unidad.
Paralelamente, los emperadores alemanes, a pesar de ciertas declaraciones de su cancillería o de sus aduladores, restringen cada vez más a Alemania y su prolongación italiana sus pretensiones al Sacro Imperio romano germá nico. En primer lugar a Alemania, sobre todo a partir del momento en que el emperador es elegido por un colegio de príncipes alemanes. Ya Federico Barbarroja, que había tomado el título de emperador antes de su coronación en Roma el 18 de junio de 1155, había llamado a los príncipes que le habían ele gido «cooperadores en la gloria del emperador y del Imperio». La idea del imperio universal reviste una última forma, deslumbradora, bajo Federico II, que corona sus pretensiones jurídicas a la supremacía mundial con una visión escatológica. Mientras que sus adversarios hacen de él el Anticristo o el pre cursor del Anticristo, él se presenta como el Emperador del Fin del Mundo, el salvador que llevará al mundo a la edad de oro, el immutator mirabilis, nue vo Adán, nuevo Augusto y, muy pronto, casi otro Cristo. En 1239 ensalza a su villa natal de Iesi, en las Marcas, como a su propio Belén.
Pero de hecho, el comportamiento de los emperadores fue siempre mu cho más prudente. Se contentan cono una preeminencia honorífica, con una autoridad moral que les confiere una especie de patronazgo sobre los demás reinos.
De este modo, el bicefalismo de la cristiandad medieval se refiere menos al papa y al emperador, que al papa y al rey (rey-emperador), o como expresa aún mejor la fórmula histórica, al sacerdocio y al Imperio, al poder espiritual y al poder temporal, al sacerdote y al guerrero.
Es cierto que la idea imperial conservará fervientes defensores incluso después de haber quedado obsoleta. Dante, el gran apasionado de la cris tiandad medieval, el hambriento de unidad, suplica, conmina, injuria al emperador que no cumple su función, su deber de jefe supremo y universal.
Pero el verdadero conflicto se entabla entre el sacerdos y el rex. ¿Cómo ha intentado cada uno de ellos resolverlo a su favor? Reuniendo los dos poderes en su persona, el papa convirtiéndose en emperador y el rey convirtiéndose en sacerdote. Cada uno de ellos ha procurado realizar en sí mismo la unidad rex-sacerdos.
En Bizancio, el basileus había conseguido que se le considerara como un personaje sagrado y ser el jefe religioso a la vez que político, lo que en la his toria se conoce como el cesaropapismo. Parece ser que Carlomagno había intentado reunir en su persona la doble dignidad imperial y sacerdotal. La im posición de manos durante la consagración del año 800 recuerda el gesto de la ordenación sacerdotal, como si Carlomagno estuviese desde entonces in vestido de un «sacerdocio real». Es un nuevo David, un nuevo Salomón, un nuevo Josías. Pero cuando se le llama rex et sacerdos, lo que se le atribuye es, como precisa Alcuino, la función sacerdotal de predicar, no las funciones carismáticas. Ningún texto lo describe como un nuevo Melquisedec, el único rey-sacerdote en sentido estricto del Antiguo Testamento.
Pero los reyes y emperadores prosiguieron a lo largo de toda la Edad Media sus tentativas para hacerse reconocer un carácter religioso, sagrado, casi sacerdotal.
El principal medio de su política en este sentido es la consagración y la coronación, ceremonias religiosas que hacen de ellos el ungido del Señor, el «rey coronado por Dios», rex a Deo coronatus. La consagración es un sacra mento. Va acompañada de las aclamaciones litúrgicas, de los laudes regiae, en las que Ernst Kantorowicz ha detectado justamente el reconocimiento so lemne por parte de la Iglesia del nuevo soberano, añadido así a la jerarquía celeste. Esas aclamaciones litúrgicas, entonadas después de las letanías de los santos, manifiestan «la unión entre los dos mundos, más aún que su sime tría». Proclaman «la armonía cósmica del Cielo, de la Iglesia y del Estado».
La consagración es una ordenación. El emperador Enrique III argumenta en el 1046 a Wazon, obispo de Lieja: «Yo también, que he recibido el derecho de mandar a todos, he sido ungido con el óleo santo». Uno de los propagan distas de Enrique IV en su lucha contra Gregorio VII, Gui de Osnabrück, escribe en 1084-1085: «El rey debe ser puesto aparte de la multitud de los laicos; él, como ungido con el óleo sagrado, participa del ministerio sacerdotal». En el preámbulo de un documento fechado en 1143, Luis VII de Francia recuerda: «Sabemos que, conforme a las prescripciones del Antiguo Testamen to, y en nuestros días a la ley de la Iglesia, únicamente los reyes y los sacerdotes son consagrados con la unción del santo crisma. Conviene, pues, que quienes, únicos entre todos, unidos entre sí por el crisma sacrosanto, están colocados a la cabeza del pueblo de Dios, procuren a sus subditos tanto los bie nes temporales como los espirituales, y se los procuren también los unos a los otros».
El ritual de esta consagración-ordenación está señalado en los ordines como «la orden de la consagración y de la coronación de los reyes de Francia» del manuscrito de Chálons-sur-Marne, que data aproximadamente de 1280 y se conserva en la Biblioteca Nacional de París (manuscrito latino 1246). Sus preciosas miniaturas nos presentan algunos de los episodios más significativos de esta ceremonia religiosa en la que se pone de relieve, por una parte, al militar —entrega de las espuelas y de la espada— y, por otra, al per sonaje casi sacerdotal, mediamte la unción sobre todo, pero también por la entrega de esos símbolos religiosos que son el anillo, el cetro y la corona.
P.-E. Schramm ha esclareccido los símbolos religiosos que daban todo su significado a las insignias imperiales y reales. La corona imperial, que tenía la forma de una diadema hecha por ocho plaquitas de oro encajadas y un aro que circunda la cabeza y en el que se dibujan ocho pequeños campos semicirculares, toma de la cifira ocho el símbolo de la vida eterna. La coro na imperial, lo mismo que el octógono de la capilla palatina de Aquisgrán, es la imagen de la Jerusalén celestial, con muros cubiertos de oro y de joyas. «Signo de gloría», como la llama el Ordo, anuncia el reino de Cristo me-diante la cruz —símbolo del triunfo—, el ópalo blanco único —el «huérfa no», orphanus—, signo de preeminencia, y las imágenes de Cristo, de Da vid, de Salomón y de Ezequíais. El anillo y el largo báculo —virga— son las réplicas de las insignias episcopales. Al emperador también se le entrega la santa Lanza o Lanza de san Mauricio, que se lleva hasta él y que pasa por contener un clavo de la cruz de Cristo.
Recuérdese que los reyes de Francia y de Inglaterra ostentan el poder, «al tocar las escrófulas», de curar a quie nes están afectados por ellas, es decir, a los escrofulosos. Que, en definiti va, el rey prefiere el poder carismático a la fuerza militar lo dice claramen te un texto del carmelita Jeam Golein en su Traite du sacre, «Tratado de la consagración», escrito en 1374 a petición de Carlos V: el rey «debe prestar a Dios su homenaje, puesto que le ha dado el reino, que le viene de él y no solamente de la espada, como pretendían los antiguos, sino de Dios, como lo testimonia en su moneda de oro cuando dice: Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat. No dice: la espada reina y vence, sino: «Cristo ven ce, Cristo reina, Cristo impera».
Por parte del pontificado, tiene lugar un intento paralelo de absorber la función imperial, sobre todo a partir del siglo VIII y de la falsa Donación de Constantino. El emperador declara en ella que entrega al papa la ciudad de Roma y que se traslada por esta razón a Constantinopla. Este le autoriza a llevar la diadema y las insignias pontificales y concede al clero romano los or namentos senatoriales. «Hemos decretado también que nuestro venerable Padre Silvestre, pontífice supremo, lo mismo que todos sus sucesores, debe rán llevar la diadema, es decir, la corona de oro purísimo y de piedras preciosas que le hemos concedido, tomándola de nuestra cabeza».
Silvestre rechazó la diadema para aceptar sólo un alto gorro blanco, el phrygium, insignia real, también de origen oriental. El phrygium evolucionó rápidamente hacia la corona, y un ordo romano del siglo IX la llama ya regnum. Cuando reaparece, hacia finales del siglo XI, «ha cambiado de forma y de sentido»: se ha convertido en la tiara. El círculo de la base se transforma en una diadema adornada de piedras preciosas. Una corona con florones la reemplaza en el siglo XII y una segunda se superpone a ella en el siglo XIII. Aparece después una tercera, probablemente con los papas de Aviñón, dan do lugar al triregnum. Ya Inocencio III, a principios del siglo XIII, había ex plicado que el papa lleva la mitra in signum pontificii, como signo del ponti ficado, del sacerdocio supremo y el regnum, in signum Imperii, como signo del Imperio. Al rex-sacerdos le corresponde un pontifex-rex.
El papa no lleva la tiara durante el ejercicio de sus funciones sacerdotales, sino en las ceremonias en las que aparece como un soberano. A partir de Pascual II, en 1099, los papas son coronados al subir al solio pontificio. Des pués de Gregorio VII, su «entronización» en el Laterano va acompañada de la «investidura», el revestimiento del manto de púrpura imperial, la cappa rúbea, cuya posesión, en caso de disputa entre dos papas, establecía la legitimidad frente a un antipapa sin manto. Desde Urbano II, el clero romano recibe el nombre de Curia, nombre que evoca a la vez el antiguo senado romano y una corte feudal.
De este modo el papado —y éste es un aspecto esencial de la reforma gregoriana— no sólo se ha separado a sí mismo y, con él, ha comenzado a separar a la Iglesia, de una cierta servidumbre al orden feudal laico, sino que se ha afirmado como cabeza de la jerarquía laica tanto como de la religiosa. A partir de ese momento se esfuerza por manifestar y por hacer efectiva la subor dinación del poder imperial y real a su propio poder. Bien conocidos son los infinitos litigios, la inmensa literatura nacida en torno a la querella de las investiduras, por ejemplo, que no es más que un aspecto y un episodio de la gran lucha del sacerdocio y del Imperio, o mejor aún, como hemos visto, de los dos órdenes. Recuérdese a Inocencio III multiplicando los Estados vasallos de la Santa Sede.
Retengamos, por ser los más significativos, algunos símbolos en torno a los cuales el conflicto tomó cuerpo: teorías e imágenes a la vez, como sucede casi siempre en el Occidente medieval. Ése fue el caso de las dos espadas y las dos luminarias. Sin embargo, ¿quién había ayudado a los reyes más que la Iglesia?
León III había hecho a Carlomagno. Los benedictinos de Fleury (Saint-Benoit-sur-Loire) y de Saint-Denis contribuyeron en gran medida al establecimiento de los capetos. La Iglesia utilizaba la ambigüedad —de la que hablaremos más adelante— de la realeza, cabeza de la jerarquía feudal, pero cabeza al mismo tiempo de una jerarquía de otro orden, la del Estado, la de los poderes públicos, que va más allá del orden feudal. La Iglesia favorece el poder real contra su rival, el poder militar, el sacerdote ayuda al rey a dar ja que al guerrero. Por supuesto que lo hace para convertirlo en su instrumen to, para asignar a la realeza el papel esencial de protectora de la Iglesia, la verdadera Iglesia del orden sacerdotal, la Iglesia ideal de los pobres. La función que la Iglesia medieval asigna a la realeza es la de brazo secular que ejecuta las órdenes de la clase sacerdotal y se mancha en su lugar utilizando la fuerza física, la violencia, derramando la sangre de la que ella se lava las manos.
Toda una literatura clerical define esta función del rey. Son los numero sos Espejos de príncipes que florecieron, sobre todo, en los siglos IX y XIII, en el que san Luís se esfuerza, tanto en el plano moral como en el espiritual, por ser el rey modelo.
El concilio de París del 829 definirá —en términos que repetirá y desa rrollará dos años más tarde Jonás, obispo de Orleans, en su De institutione re gia, que será el modelo de los Espejos de príncipes de toda la Edad Media, los deberes de los reyes: «El ministerio real, declaran los obispos, consiste espe cialmente en gobernar y en regir el pueblo de Dios en la equidad y en la justicia y en procurar la paz y la concordia. En efecto, debe ser en primer lugar el defensor de las iglesias, de los servidores de Dios, de las viudas, de los huérfanos y de todos los otros pobres e indigentes. También debe mostrarse, en la medida de lo posible, terrible y lleno de celo para que no se produzca ningún género de injusticia; y si se produjera alguna, para no permitir que al guien conserve la esperanza de no ser descubierto en la audacia del mal obrar, sino que todos sepan que nada quedará impune».
A cambio, la Iglesia sacraliza el poder real. Por lo tanto, es preciso que todos los subditos se sometan fielmente y con una obediencia ciega al rey, puesto que «quien se resiste a ese poder, se resiste al orden querido por Dios».
Y en favor del emperador y del rey, más que del señor feudal, los clérigos establecen un paralelismo entre el cielo y la tierra y hacen del monarca la per sonificación de Dios sobre la tierra. La iconografía tiende a hacer que se con funda al Dios de majestad con el rey en su trono.
Hugo de Fleury, en el Tractatus de regia potestate et sacerdotali dignitate, dedicado a Enrique I de Inglaterra, llega incluso a comparar al rey con Dios Padre y al obispo con Cristo solamente. «Uno sólo reina en el reino de los cielos, el que lanza el rayo. Es natural que no haya más que uno sólo después de él que reine en la tierra, uno sólo que sea un ejemplo para todos los hombres.» Así hablaba Alcuino, y lo que él afirma del emperador vale para el rey desde el momento en que éste es «emperador en su reino».
Pero si el rey se desvía de este programa, si deja de someterse, la Iglesia se encarga de recordarle enseguida su indignidad y de negarle ese carácter sa cerdotal que él se esfuerza por conseguir. Felipe I de Francia, excomulgado a causa de su matrimonio con Bertrada de Montfort, es castigado por Dios, según Orderico Vital, con enfermedades ignominiosas y pierde su poder curativo, según Gilberto de Nogent. Gregorio VII recuerda al emperador que, al no saber expulsar a los demo nios, es bastante inferior a los exorcistas.
Honorio de Autun afirma que el rey es un laico. «El rey, en efecto, no puede ser más que laico o clérigo. Si no es laico, es clérigo. Pero si es clérigo, debe ser ostiario, o lector, o exorcista, o acólito, o subdiácono, o diácono, o presbítero. Si no tiene ninguno de esos grados, no es clérigo. Si no es ni laico ni clérigo, tiene que ser monje. Pero su mujer y su espada le impiden pasar por tal.»
Se palpan aquí las razones del encarnizamiento de Gregorio VII y de sus sucesores para imponer a los clérigos la renuncia al oficio de las armas y so bre todo el celibato. No se trata de un interés moral. Se trata, al guardar el orden sacerdotal libre de la mancha de la sangre y del esperma, líquidos impuros sometidos a tabúes, de separar la clase sacerdotal de la de los guerreros, confundidos con los demás laicos, aislados y rebajados.
Basta que un obispo, Thomas Becket, sea asesinado por caballeros, posiblemente por instigación de Enrique II, para que el orden sacerdotal se desencadene contra el orden militar. La extraordinaria propaganda hecha por la Iglesia en toda la cristiandad a favor del mártir al que se dedican iglesias, altares, ceremonias, estatuas y frescos, pone de manifiesto la lucha de los dos órdenes. Juan de Salisbury, colaborador del prelado asesinado, aprovecha la oportunidad para llevar hasta el extremo la doctrina de la limitación del po der real que la Iglesia, prudentemente, había afirmado desde el mismo momento en que, a causa de sus propias necesidades, tuvo que exaltarlo.
Al mal rey —el que no obedece a la Iglesia— se le tacha de tirano y que da privado de su dignidad. Los obispos del concilio de París del 829 habían definido: «Si el rey gobierna con piedad, justicia y misericordia, merece su título de rey. Si esas cualidades le faltan, no es un rey, sino un tirano». Ésa es la doctrina inmutable de la Iglesia medieval, y santo Tomás de Aquino se ocupará de apoyarla en sólidas consideraciones teológicas. Pero la Iglesia medieval no ha sido muy precisa, ni en la teoría ni en la práctica, a la hora de extraer las consecuencias prácticas de la condena del mal rey convertido en tirano. Menudean las excomuniones, los entredichos, las deposiciones. Sólo Juan de Salisbury, o casi, osó ir hasta el final de la doctrina y, donde no parece posible otra solución, incluso aboga por el tiranicidio. De este modo, el «asunto Becket» demuestra que el duelo de los dos órdenes tenía que acabar lógicamente en un arreglo de cuentas.
Pero en teoría las armas de la Iglesia eran más espirituales. A las preten siones imperiales y reales, los papas replican mediante la imagen de las dos es padas, que simbolizan, a partir de los Padres, el poder espiritual y el poder temporal. Alcuíno las había reivindicado para Carlomagno. San Bernardo había elaborado una doctrina compleja que, a pesar de todo, terminaba remitiendo las dos espadas al papa. Pedro es el detentor de las dos espadas. El sacerdote usa la espada espiritual, el caballero la temporal, pero sólo en nombre de la Iglesia, a una señal (nutu) del sacerdote, contentándose el emperador con transmitir la orden. Los canonistas de finales del siglo XII y del XIII no lo dudan. Al convertirse el papa en vicario de Cristo, y al ser éste el único deten tor de las dos espadas, sólo el papa —su lugarteniente— dispone de ellas aquí en la tierra.
Lo mismo ocurre con las dos luminarias. El emperador romano se había identificado con el sol. Algunos emperadores medievales intentan reanudar esta asimilación. El papado corta por lo sano esta iniciativa a partir de Gregorio VII y, sobre todo, de Inocencio III. Toma del Génesis la imagen de las dos fuentes de luz: «Dijo luego Dios: "Haya en el firmamento de los cielos luminarias para separar el día de la noche, y servir de señales a las estaciones, días y años; y luzcan en el firmamento de los cielos, para alumbrar la tierra". Y así fue. Hizo Dios las dos grandes luminarias, la mayor para presidir al día, y la menor para presidir a la noche, y las estrellas; y las puso en el fir mamento de los cielos para alumbrar la tierra y presidir al día y a la noche». Para la Iglesia, la luz mayor, el sol, es el papa, la luz menor, la luna, el emperador o el rey. La luna no posee luz propia, sólo tiene un resplandor presta do que le viene del sol. El emperador, luminaria menor, además, es el jefe del mundo nocturno frente al mundo diurno gobernado y simbolizado por el papa. Si se piensa en lo que significaban el día y la noche para los hombres de la Edad Media, se comprenderá que la jerarquía laica no fuera para la Iglesia más que una sociedad de fuerzas sospechosas, la mitad tenebrosa del corpus social.
Sabido es que si el papa impidió al emperador o al rey absorber la fun ción sacerdotal, no obstante fracasó en su intento de hacerse con el poder temporal. Las dos espadas quedaron en manos separadas. A punto de desa parecer el emperador a mediados del siglo XIII, es Felipe el Hermoso quien da jaque mate a Bonifacio VIII. Pero, casi por doquier en la cristiandad, las manos de los príncipes cristianos empuñaban ya con firmeza la espada temporal.
Así pues, a los dos órdenes dominantes no les quedaba otro camino que olvidar su rivalidad y pensar sólo en su solidaridad, para llevar a buen térmi no su tarea común de dominar a la sociedad. «Buenas gentes, decía —en lengua vulgar para que se le entendiera mejor— el obispo de París, Mauricio de Sully hacia el 1170—, dad a vuestro señor terrenal lo que le debéis. Tenéis que creer y entender que a vuestro señor terrenal le debéis vuestros censos, talas, compromisos, servicios, transportes y cabalgadas. Dádselo todo, ínte gramente, en el tiempo y el lugar debido».
Hay ilustres ejemplos históricos y, en la actualidad, también ciertas excepciones —a veces dichosas, a veces dramáticas— que demuestran que entre na ciones y lenguas no existe identidad. ¿Quién se atrevería a negar que la di versidad de lenguas es más un factor de separación que de unidad? Los hombres de la cristiandad medieval tuvieron una clara conciencia de ello.
Lamentaciones de los clérigos que hacen de la diversidad de las lenguas una de las consecuencias del pecado original, que asocian este mal a esa ma dre de todos los vicios: Babilonia. Rangel de Lucques, a comienzos del siglo XII, afirma: «Del mismo modo que antaño Babilonia, mediante la multiplica ción de las lenguas, añadió a los antiguos males otros nuevos y peores, la multiplicación de los pueblos multiplicó la cosecha de crímenes». Triste comprobación del pueblo, como aquellos campesinos alemanes del siglo XIII que, en la historia de Meier Helmbrecht, no reconocen a su hijo pródigo a su regreso al fingir éste que habla varias lenguas.
«Queridos míos, dijo en bajo alemán, que Dios os reserve todas sus feli cidades.» Su hermana corrió hacia él y lo tomó en sus brazos. Él le dijo en tonces: «Gratia vester!» Los niños acudieron enseguida, los ancianos padres venían detrás, y los dos le recibieron con una alegría sin límites. A su padre le dijo: «¡Deu sol!», y a su madre, según la moda de Bohemia: «¡Dobra ytra!» El hombre y la mujer se miraron y la dueña de la casa dijo: «Hombre, nos equivocamos, éste no es nuestro hijo, es un bohemio o un wende». El padre dijo: «¡Es un welchel No es mi hijo que Dios conserve, aunque de todas for-mas se le parece». Entonces Gotelinda, la hermana, dijo: «No es vuestro hijo, a mí me ha hablado en latín, sin duda es un clérigo». «A fe mía, dijo el criado, que, a juzgar por sus palabras, ha nacido en Sajonia o en Brabante. Ha hablado en bajo alemán, debe ser un sajón.» El padre dijo sencillamente: «Si tú eres mi hijo Helmbrecht, yo seré todo tuyo, cuando hayas pronunciado una palabra según nuestros usos y a la manera de nuestros abuelos, a fin de que te pueda comprender. Dices siempre "deu sol" y yo no entiendo su sen tido. Honra a tu madre y a mí, que siempre lo hemos merecido. Di una pala bra en alemán y yo mismo, no el criado, cuidaré de tu caballo...».
La Edad Media, tan dada a visualizar sus ideas, para representarse esa calamidad de la diversidad de lenguas, encontró el símbolo de la torre de Babel y, a imitación de la iconografía oriental, hizo de ella, la mayoría de las veces, una imagen terrorífica, catastrófica. Esta imagen angustiosa de la torre de Babel comienza a presentarse y a multiplicarse en las imaginaciones occidentales alrededor del año mil. Su más antigua representación en Occidente se halla en un manuscrito del poeta anglo-sajón Caedmon (siglo VII) de finales del siglo X o de comienzos del XI.
Los clérigos han intentado exorcizar esta sombra medieval de Babel. Su instrumento: el latín. Éste hubiera podido conseguir la unidad de la civilización medieval y, por encima de ella, de la civilización europea. Sabido es que Ernst Robert Curtius ha defendido brillantemente esta tesis. Pero, ¿qué latín? Un latín artificial del que van desgajándose poco a poco sus verdaderos herederos, las lenguas «vulgares», que esterilizan aún más todos los renacimientos, comenzando por el carolingio. Latín de cocina, dirán los humanistas. Por el contrario, diríamos nosotros, a pesar del éxito literario de algunos grandes escritores como san Anselmo o san Bernardo y la impresionante construcción del latín escolástico, no pasa de ser un latín inodoro y sin sabor, latín de casta, latín de los clérigos, instrumento más de dominación sobre la masa que de comunicación internacional. Ejemplo mismo de la lengua sagrada que aisla al grupo social que tiene el privilegio, no de comprenderla —lo que importa poco—, sino de hablarla aunque sea a trancas y barrancas. En el año 1199 Giraud de Barré recoge una serie de «perlas» de boca del clero inglés. Eudes Rigaud, arzobispo de Ruán desde 1248 a 1269, anota otras de boca de sacerdotes de su diócesis. El latín de la Iglesia medieval tendía a convertirse en la incomprensible lengua de los hermanos Arvales de la antigua Roma. La realidad viviente del Occidente medieval es el triunfo progresivo de las lenguas vulgares, la multiplicación de los intérpretes, de las traducciones, de los diccionarios.
El retroceso del latín ante las lenguas vulgares no se produce sin la intervención del nacionalismo lingüístico. El hecho es que una «nación» en formación se afirma defendiendo su lengua. Jakob Swinka, arzobispo de Gniezno a finales del siglo XIII, se lamenta ante la Curia de que los franciscanos alemanes no entienden el polaco y manda pronunciar las plegarias en el idioma vernáculo ad conservacionem et promocionem lingue Colonice («para la defensa y promoción de la lengua polaca»). La Francia medieval es un buen ejemplo de que la nación tiende a identificarse con la lengua; la unificación de la Francia del norte con la del mediodía, la lengua de oíl con la lengua de oc no se consiguió sin grandes dificultades. A partir del encuentro en Worms de Carlos el Simple con Enrique I el Cazador (o el Pajarero) en el 920, una batalla sangrienta opuso, según Richer, a los jóvenes caballeros alemanes y franceses «encolerizados por el particularismo lingüístico».
Según Hildegarda de Bingen, Adán y Eva hablaban alemán. Otros pre tenden una preeminencia del francés. En Italia, a mediados del siglo XIII, el autor anónimo de un poema sobre el Anticristo, escrito en francés, afirma: ...la lengua de Francia es tal que quien la aprende al inicio nunca podrá de otro modo hablar ni otra lengua aprender.
Y Brunetto Latini escribe su Trésor en francés «porque esta manera de hablar es más deleitosa y más común a todas las gentes». Cuando, rota ya la unidad del Imperio romano, las naciones bárbaras ha bían asentado su diversidad y la «nacionalidad» había dejado de lado o reem plazado la «territorialidad» de las leyes, los clérigos habían creado un género literario en el que se atribuía a cada nación una virtud y un vicio nacionales. Con el crecimiento de los nacionalismos, después del siglo XI, el antagonismo parece triunfar, ya que únicamente los vicios acompañan desde entonces, como atributo nacional, a las diversas «naciones». Eso se ve con toda claridad en las universidades donde estudiantes y maestros se agrupan por «naciones» que, por otra parte, están lejos de corresponder todavía a una sola «nación» en el sentido territorial y político. Así, según Jacobo de Vitry, se ven calificados «los ingleses de borrachos con rabo [serán los "ingleses con cola" de la Guerra de los Cien Años], los franceses de orgullosos y afeminados, los alemanes de brutales y ladrones, los normandos de vanos y jactanciosos, los poitevinos de traidores y aventureros, los borgoñones de inconstantes y estúpidos, los lombardos de avaros, viciosos y cobardes, los romanos de sediciosos y calumniadores, los sicilianos de tiránicos y crueles, los brabanzones de sanguinarios, incendiarios y bandoleros, los flamencos de pródigos, glotones, blandos como la manteca y vagos». «Después de lo cual, concluye Jacobo de Vitry, de los insultos se pasaba a las manos.»
De este modo, los grupos lingüísticos quedaban asimilados a los vicios lo mismo que los grupos sociales estaban casados con las hijas del diablo.
Sin embargo, lo mismo que ciertos espíritus clarividentes justificaban la división en grupos socioprofesionales, otros legitimaban la diversificación lingüística y nacional. Para ello se acogían a un excelente texto de san Agustín: «El africano, el sirio, el griego, el hebreo y todas las demás lenguas constituyen la variedad del vestido de esta reina, la doctrina cristiana. Pero, lo mismo que la varie dad del vestido coincide en un mismo vestido, así todas las lenguas coinciden en una sola fe. ¡Que haya variedad en el vestido, pero no roturas!».
Esteban I de Hungría afirmaba hacia el 1030: «Los huéspedes que vienen de diversos países traen lenguas, costumbres, instrumentos, armas diversas, y toda esta diversidad es un ornamento para el reino, una riqueza para la corte y, para los enemigos exteriores, una causa de temor. Porque un reino que tiene una sola lengua y una sola costumbre es débil y frágil». Y así como Gerhoh de Reichersberg había dicho en el siglo XII que no hay oficio vil y que toda profesión puede conducir a la salvación, Tomás de Aquino, en el XIII, afirma que todas las lenguas pueden llevar a la sabiduría divina: Quaecumque sint illae linguae seu nationes, possunt erudiri de divina sapientia et virtute. Se intuye aquí la sociedad totalitaria en peligro dispuesta a llegar al plu ralismo y a la tolerancia.
Si el derecho medieval aceptó la ruptura de la unidad, no lo hizo sin pre via resistencia. Durante largo tiempo, la regla de la unanimidad se impone. Una máxima legada por el derecho romano y transmitida al derecho canóni corige la práctica medieval: Quod omnes tangit ab ómnibus comprobari debet («Lo que concierne a todos, debe aprobarlo la colectividad»). La ruptura de la unanimidad supone un escándalo. El gran canonista Huguccio, en el siglo XIII, afirma que el no sumarse a la mayoría es turpis, «vergonzoso», y que «en un cuerpo, en un colegio, en una administración, la discordia y la diversidad son denigrantes». Está claro que esta unanimidad no tiene nada de «demo crática», ya que, cuando los gobernantes y los juristas se ven obligados a re nunciar a ella, la reemplazan por la noción y la práctica de la mayoría cuali tativa: la maior et sanior pars («la parte principal y mejor»), donde sénior explicita a maior y le da un sentido cualitativo y no cuantitativo. Los teólogos y decretistas del siglo XIII, que constatarán con tristeza que «la naturaleza humana es proclive a la discordia», natura hominis prona est ad dissentiendum, subrayarán que esa inclinación no es más que una corrupción de la naturaleza como resultado del pecado original.
El genio medieval suscitó constantemente comunidades, grupos, lo que se llamaba entonces universitates, término que designaba toda clase de corporaciones, de colegios, y no exclusivamente la corporación que nosotros llamamos «universitaria». Obsesionada por el grupo, la mentalidad medieval lo ve integrado por un mínimo de personas. A partir de una definición del Digesto: «Diez hombres forman un pueblo, diez borregos, un rebaño, pero basta con cuatro o cinco cerdos para hacer una piara», los canonistas de los siglos XII y XIII discuten acaloradamente para sa ber si hay grupo a partir de sólo dos o tres personas. Lo esencial es no dejar solo al individuo. Aislado, no puede sino comportarse mal. El gran pecado consiste en singularizarse.
Si intentamos analizar la individualidad del hombre del Occidente medieval, reconoceremos pronto que cada uno de los individuos no sólo perte nece a diversos grupos o comunidades, como en toda sociedad, sino que, en la Edad Media, parece disolverse en ella más que afirmarse como individuo.
Si el orgullo es «la madre de todos los vicios», se debe a que no es más que «individualismo exagerado». No hay salvación más que en el grupo, el amor propio es pecado y perdición.
Por eso el individuo medieval se ve envuelto en una red de obediencias, de sumisiones, de solidaridades, que acabarán por entrecruzarse y contrade cirse, hasta el punto de permitirle liberarse de ellas y afirmar su voluntad me-diante una inevitable elección. El caso más típico es el del vasallo de varios señores que se puede ver obligado a elegir entre ellos en caso de conflicto. Pero en general y durante mucho tiempo esas dependencias se concillan en-tre sí, se jerarquizan para sujetar más estrechamente al individuo. De hecho, de todas esas ataduras, la más fuerte es el vínculo feudal.
Es significativo el hecho de que, durante largo tiempo, el individuo feudal no exista en su singularidad física. Ni en la literatura ni en el arte apare cen los personajes descritos o pintados con sus particularidades. Cada uno se reduce a un tipo físico, el que corresponde a su rango, a su categoría social.
Los nobles tienen el cabello rubio o rojo. Cabellos de oro, cabellos de lino, con frecuencia rizados, ojos azules, ojos veros —sin duda aportación de los guerreros nórdicos de las invasiones al canon de la belleza medieval—. Cuando por casualidad un gran personaje escapa a esta convención física, como el Carlomagno de Eginhard que, efectivamente, como ha revelado su esqueleto medido tras la apertura de su tumba en 1861, medía los 7 pies (1,92 m) que le atribuye su biógrafo, su personalidad moral queda ahogada bajo una serie de tópicos El cronista dota al emperador de todas las cuali dades aristotélicas y estoicas propias de su rango Con mayor razón, la auto biografía es rara y, a menudo, también convencional, y hay que esperar a fi nales del siglo XI para que Otloh de Saint Emmeran, el primero, escriba sobre sí mismo Se trata aún de un Libellus de suis tentationibus, varia fortuna et scriptis, que sólo busca ofrecer lecciones morales a través del ejemplo del autor, como hará incluso un espíritu tan independiente como Abelardo en la Historia calamitatum mearum («Historia de mis desgracias [ejempla res]») Mientras tanto, en 1115, el De vita sua del abate Gilberto de Nogent, a pesar de su aspecto mas libre, no es más que una imitación de las Confesiones de san Agustín.
El hombre medieval no tiene ningún sentido de la libertad según la concepción moderna Libertad para el significa privilegio, y la palabra se utiliza preferentemente en plural La libertad es un estatus garantizado, es, según la definición de G Tellenbach, «el justo puesto ante Dios y ante los hombres», es la inserción en la sociedad No hay libertad sin comunidad La libertad no puede residir más que en la dependencia, puesto que el superior garantiza al subordinado el respeto de sus derechos El hombre libre es el que tiene un protector poderoso Cuando los clérigos, en tiempos de la reforma gregoriana, reclamaban la «libertad de la Iglesia», entendían con ello liberarse de la dominación de los señores terrestres para no depender directamente sino del mas alto señor, de Dios
El individuo, en el Occidente medieval, pertenecía en primer lugar a una familia Familia en sentido amplio, patriarcal o tribal Bajo la dirección de un cabeza de familia1, ésta ahoga al individuo, imponiéndole una propiedad, una responsabilidad y una acción colectivas.
Este peso del grupo familiar nos es bien conocido por lo que se refiere a la clase señorial, donde el linaje impone al caballero sus realidades, sus deberes y su moral El linaje es una comunidad de sangre compuesta de «parien tes» y de «amigos carnales», es decir, de parientes por alianza, probablemente Por lo demás, el linaje no es el resultado de una vasta familia primitiva, sino una etapa en la organización de un grupo familiar flexible que encontra mos ya en las sociedades germánicas de la alta Edad Media la «Sippa».
Hay importantes investigaciones —que se apoyan en gran medida en los antropólogos— que estudian las estructuras del parentesco en la Edad Media (nota de la edición de 1981) miembros del linaje están unidos por la solidaridad de la estirpe, que se manifiesta sobre todo en el campo de batalla y en terreno del honor.
Roldan, en Roncesvalles, se niega durante largo tiempo a hacer sonar el olifante para llamar en su socorro a Carlomagno, por temor a que sus parientes se vean deshonrados por ello La solidaridad del linaje se manifiesta de un modo particular en las venganzas privadas, las faides. La vendetta fue algo reconocido, practicado y ala bado en el Occidente medieval.
La ayuda que se tiene derecho a esperar de un pariente lleva a la afirmación corriente de que la gran riqueza consiste en poseer una numerosa parentela.
El linaje parece corresponder al estadio de la familia agnaticia, cuyo fun damento y finalidad son la conservación de un patrimonio común. La originalidad de la familia agnaticia feudal consiste en que tanto la función militar como las relaciones personales, que no son más que un grado de fidelidad más elevado, revisten tanta importancia para el grupo masculino del linaje como su mismo papel económico. Ese complejo de intereses y de sentimientos suscita por otro lado en la familia feudal tensiones de una excepcional violencia. El linaje presenta mayor tendencia todavía a los dramas que a la fidelidad. Rivalidad entre hermanos, en primer lugar, puesto que la autoridad no corresponde ya por principio al hermano mayor sino a aquel en quien los demás hermanos reconocen mayor capacidad para el mando. Es la lucha entre los hijos de Guillermo el Conquistador [de Inglaterra] y entre Pedro el Cruel y Enrique de Trastamara —por añadidura, sólo medio hermanos— en la Castilla del si glo XIV El linaje feudal daba nacimiento del modo más natural a los Caínes.
También daba nacimiento a hijos irrespetuosos. La escasa separación de las generaciones, la brevedad de la esperanza de vida, la necesidad para el se ñor, jefe militar, de demostrar su autoridad cuando esta aún en edad de legi timar su rango en la batalla, todo eso exaspera la impaciencia de los jóvenes feudales De ahí la sublevación de los hijos contra los padre. Razones eco nómicas y de prestigio se conjugan, por otra parte, para que el joven señor, al llegar a su mayoría de edad, se aleje de su padre, vaya —en una aventura ca balleresca— en busca de mujeres, un feudo o el simple placer de camorras, o bien se haga caballero andante.
Tensiones nacidas asimismo de los casamientos múltiples y de la presen cia de numerosos bastardos. La bastardía, vergonzosa entre los humildes, no lleva consigo ningún oprobio entre los poderosos. En la literatura épica del momento se hallan todas estas tensiones capaces de ofrecer a los escritores los mejores temas para obras dramáticas Los cantares de gesta están llenas de dramas familiares.
Como es normal en una familia agnaticia, un lazo especialmente impor tante es el que se establece entre tío y sobrino, más precisamente entre el her mano de la madre, avunculus, y el hijo de ésta. También aquí, los cantares de gesta ofrecen un gran número de parejas tío-sobrino: Carlomagno-Roldán, Guillermo de Orange-Viviano, Raúl de Cambrai-Gautier...
Esta familia, agnaticia más que patriarcal, se encuentra también en la cla se campesina. Pero aquí se confunde más estrechamente con la explotación rural, con el patrimonio económico. Agrupa a todos los que viven bajo el mis mo techo y se dedican al cultivo de la misma tierra. Esta familia campesina, que constituye la célula económica y social fundamental de sociedades simi lares a la del Occidente medieval, sin embargo, nos es mal conocida. Aun siendo una comunidad real, carece de expresión jurídica propia. Se ajusta perfectamente a lo que se llamaría en la Francia del antiguo régimen la communauté taisible, cuyo nombre mismo —taisible significa «lo que se calla», «lo que se oculta», casi un secreto— indica claramente que el derecho reco nocía de mala gana su existencia.
En el seno de esta entidad primordial, la familia, es difícil percibir el lu gar que la mujer y el niño han ocupado y la evolución que su condición va ex-perimentando.
Que a la mujer se la vea como a ser inferior, de eso no cabe la menor duda. En esta sociedad militar y viril, con una existencia siempre amenazada y donde, por consiguiente, la fecundidad es más una maldición (de ahí la in terpretación sexual y procreadora del pecado original) que una bendición, no se aprecia en absoluto a la mujer. Y da la impresión de que el cristianismo haya hecho muy poco por mejorar su posición material y moral. Ella es la gran responsable en lo que atañe al pecado original. Y en las formas de la ten tación diabólica, ella es, también, la peor encarnación del mal. Vir est caput mulieris («El hombre es la cabeza de la mujer»), había dicho claramente san Pablo (Ef. 5,23), y el cristianismo lo cree y lo enseña después de él. Cuando hay en el cristianismo una promoción de la mujer —y muchos se han com placido en reconocer en el culto de la Virgen, triunfante durante los siglos XII y XIII, un cambio en la espiritualidad cristiana, mediante el cual se subraya la liberación de la mujer pecadora llevada a cabo por María, la nueva Eva, cam bio perceptible aún en el culto de la Magdalena, que se desarrolla a partir del siglo XII, como se ha podido probar en torno a la historia del centro religioso de Vézelay—, esta rehabilitación no se halla al origen sino al término de una mejora de la situación de la mujer en la sociedad. El papel de las mujeres en los movimientos heréticos medievales —sobre todo el catarismo— o paraheréticos —por ejemplo las beguinas— es la señal de su insatisfacción por el puesto que se les reserva en la sociedad. Pero aun aquí es conveniente mati zar. En primer lugar, si bien la mujer no resulta tan útil como el hombre en la sociedad medieval, no por ello deja de representar —dejada aparte su fun ción procreadora— un papel nada desdeñable desde el punto de vista eco-nómico.
La mujer campesina es casi, por lo que se refiere al trabajo, la equivalente, si no la igual del hombre. Cuando Helmbrecht intenta persuadir a su hermana Gotelinda para que huya de la casa de su padre campesino para ca sarse con un truand, un picaro, que la hará vivir como una dama, para con vencerla le dice: «Si te casas con un campesino, jamás mujer alguna habrá sido más desgraciada que tú. Tendrás que hilar, machacar el lino, agramar el cáñamo, hacer la colada y arrancar las remolachas». Las mujeres de la clase superior, si bien es cierto que tienen ocupaciones más «nobles», no por eso dejan de tener una actividad económica importante. Ellas dirigen los gineceos donde los oficios de lujo —tejido de telas preciosas, bordado, tapice ría— satisfacen una buena parte de las necesidades vestimentarias del señor y de sus compañeros. Dicho de forma más prosaica, son las obreras textiles del grupo señorial. Para designar a los dos sexos, tanto el vocabulario vulgar como el jurídico recurren a expresiones como «el lado de la espada» y «el lado de la rueca».
En la literatura, el género poético asociado a la mujer y al que Pierre Le Gentil denomina, por lo demás, «canción de mujer», ha recibido el nombre tradicional de «canción de tela», cantada en el gineceo, en el obrador donde se hila. En las capas superiores de la sociedad, las mujeres siempre han gozado de un cierto prestigio. Por lo menos algunas de ellas. Las grandes damas brillaron con gran resplandor, cuyo reflejo ha conservado, una vez más, la literatura. Diferentes por el carácter o el destino, dulces o crueles, desgraciadas o dichosas, Berta, Sibila, Guilburga, Kriemhilda, Brunilda for man una cohorte de heroínas de primera fila. Son como el doble terrestre de esas figuras femeninas religiosas que florecen en el arte románico y el gótico: madonas hieráticas que se humanizan, que después se alteran y amaneran, vírgenes sabias y vírgenes necias que intercambian largas miradas en el diálo go del vicio y de la virtud, Evas turbadas y turbadoras en las que el maniqueísmo medieval parece interrogarse: «¿Ha creado el cielo este conjunto de maravillas para la morada de una serpiente?». En la literatura cortesana, ciertamente, las damas inspiradoras y poetisas —heroínas de carne o de en sueño: Eleonor de Aquitania, María de Champagne, María de Francia, lo mismo que Isolda, Genoveva o la Princesa Lejana— desempeñan un papel superior: ellas son las inventoras del amor moderno. Pero ésa es otra historia, sobre la que insistiremos más adelante.
Se ha pretendido con frecuencia que las cruzadas, al dejar a las mujeres solas en Occidente, provocaron un acrecentamiento de sus poderes y de sus derechos. Recientemente, David Herlihy ha sostenido todavía que la condi ción de las mujeres, sobre todo en la capa superior de la sociedad señorial y en la Francia meridional e Italia, mejoró en dos ocasiones: en la época carolingia y en tiempo de las cruzadas y de la reconquista. La poesía de los trovadores sería el reflejo de esta promoción de la mujer abandonada. Pero dar crédito a un san Bernardo que evoca una Europa de la que han desaparecido sus hom bres o a un Marcabru cuando hace suspirar a una «castellana» porque todos sus enamorados han partido a la segunda cruzada es tomar por realidades ge nerales los deseos de un propagandista fanático de la cruzada y la ficción de un poeta imaginativo.
El estudio de las actas jurídicas demuestra que, en lo que concierne en cualquier caso a la gestión de los bienes de la pareja, la si tuación de la mujer empeoró del siglo XII al XIII. No ocurre lo mismo con el niño. A decir verdad, ¿hay niños en el Occidente medieval? A juzgar por las obras de arte, no lo parece. Los ángeles, que más tarde serán normalmente niños, que incluso se convertirán en esos pe-queñuelos equívocos, medio ángeles, medio amorcillos, los putti, en la Edad Media, sea cual fuere el sexo que se les atribuya, estarán representados por adultos. Cuando ya en la escultura la Virgen se ha convertido en una mujer real, tan bella como dulce y femenina —evocando el modelo concreto y, con frecuencia, sin duda, querido, que el artista ha tratado de inmortalizar—, el niño Jesús sigue siendo un horroroso retaco que no interesa ni al artista, ni a quienes le encargaron la obra, ni al público. Habrá que esperar hasta el final de la Edad Media para que se extienda un tema iconográfico en el que se aprecia un nuevo y vivo interés por el niño, interés, por otro lado, que, en ese tiempo de mortalidad infantil elevada es, ante todo, inquietud: el tema de la matanza de los niños inocentes que, en la devoción, halla su eco en el cre ciente auge de la fiesta de los Santos Inocentes. Los hospicios de niños abandonados, puestos bajo su patrocinio, a duras penas se encuentran antes del si glo XV.
Esa Edad Media utilitaria, que no tiene tiempo para apiadarse o maravillarse ante el niño, a duras penas alcanza a verlo. Como hemos dicho, no hay niños en la Edad Media. No hay más que adultos pequeños. Además, el niño no suele contar para formarlo con ese educador habitual en las socie dades tradicionales: el abuelo. La esperanza de vida es demasiado corta en la Edad Media como para que muchos niños hayan podido conocer a su abue lo. Apenas salidos del recinto de las mujeres, donde por su carácter de niños o se les toma en serio, se ven lanzados a las fatigas del trabajo rural o del aprendizaje militar. El vocabulario de los cantares de gesta es ilustrador en este sentido. Las mocedades del Cid pintan al joven héroe adolescente y pre coz como es natural en las sociedades primitivas, hecho ya un hombre. El niño aparecerá con la familia doméstica, ligada a la cohabitación restringida al grupo estrecho de los ascendientes y descendientes directos, familia do méstica que nace y se multiplica con el medio ambiente urbano y la forma ción de la clase burguesa. El niño es un producto de la ciudad y de la bur guesía que, por el contrario, deprime y ahoga a la mujer. La mujer queda avasallada por el hogar, mientras que el niño se emancipa y, de repente, pue bla la casa, la escuela, la calle.
El individuo, excepto en la ciudad, aprisionado por la familia, que le im pone las servidumbres de la posesión y de la vida colectivas, se ve absorbido también por otra comunidad: la señoría en la que vive. Es cierto que entre el vasallo noble y el campesino, sea cual fuere su condición, la diferencia es con siderable. No obstante, aunque a niveles diversos y disfrutando de mayor o menor prestigio, los dos pertenecen a la señoría o, mejor aún, al señor de quien dependen. Uno y otro son el «hombre» del señor; para el uno en un sentido noble, para el otro en un sentido humillante. Los términos que muy a menudo acompañan a la palabra precisan, por otro lado, la distancia que existe entre sus condiciones. «Hombre de boca y de manos» para el vasallo, por ejemplo, evoca una cierta intimidad, una comunión, un contrato que le sitúa, aunque en un nivel inferior, en la misma clase que su señor. «Hombre de dependencia» (homo de potestate), para el campesino, le hace depender, es decir, estar bajo el poder del señor. Ahora bien, a cambio de la sola protec ción y de la contrapartida económica de la dependencia —aquí el feudo y allí la tenencia— ambos tienen con relación al señor una serie de obligaciones: ayudas, servicios, pagos, y ambos están sometidos a su poder de tal forma que en ningún otro dominio se manifiesta con mayor claridad que en el campo judicial.
De entre las funciones acaparadas por los señores feudales en perjuicio del poder público, no hay otra que sea más pesada para quienes dependen del señor que la función judicial. Es cierto que al vasallo se le llama con más frecuencia para que se siente en el lado bueno del tribunal —como juez junto al señor o en su lugar— que en el malo. Sin embargo, se halla también so metido a sus veredictos, por los delitos en los que el señor sólo tiene jurisdicción inferior y por los crímenes si también posee la jurisdicción superior. En ese caso, la prisión, la horca y la picota, siniestras prolongaciones del tribunal señorial, son los símbolos más bien de la opresión que de la justicia. Los pro gresos de la justicia real supusieron, no obstante, antes que una mejora de la justicia en sí misma, un apoyo para la emancipación de los individuos que, en la comunidad más amplia del reino, veían sus derechos mejor garantizados que en el grupo más restringido, y sólo por ese hecho más coactivo, si no ya opresivo de la señoría. Pero esos progresos fueron lentos. San Luis, uno de los soberanos más preocupados por combatir la injusticia y por afirmar a la vez el poder real, es especialmente respetuoso de las justicias señoriales. Gui llermo de Saint-Pathus cuenta a este propósito una anécdota significativa. El rey, rodeado de una multitud de vasallos, escuchaba en el cementerio de la iglesia de Vitry el sermón de un dominico, el hermano Lamberto. Cerca de allí «un grupo de gentes» hacía tanto ruido en una taberna que no se enten día nada de lo que el predicador decía. «El bendito rey preguntó a quién per tenecía la justicia en aquel lugar y le respondieron que a él. Ordenó entonces a algunos de sus sargentos hacer callar a esas gentes que turbaban la palabra de Dios, y así se hizo.» El biógrafo del soberano termina diciendo: «Se cree que el bendito rey preguntó que a quién pertenecía la justicia en aquel lugar por temor a usurpar —si hubiese pertenecido a otro y no a él —la jurisdicción de otro...».
Así como el vasallo hábil puede hacer jugar en beneficio propio la multi plicidad, incluso a veces la contradicción entre sus deberes feudales, del mis mo modo el subdito astuto del señor puede sacar provecho del juego embro llado de esas jurisdicciones que se entrelazan. Pero para la masa esto da lugar, con frecuencia, a opresiones adicionales.
En definitiva, el individuo que triunfa es el despabilado, el astuto. La opresión del múltiple colectivismo de la Edad Media ha conferido así a la pa-labra «individuo» ese sentido turbio, sospechoso, que aún conserva. El indi viduo es aquel que no ha podido escapar del grupo si no es por medio de una mala acción. Es carne, si no de horca, al menos de policía. El individuo es siempre sospechoso.
No hay duda de que la mayoría de las comunidades reclaman de sus miembros una dedicación y unas cargas que no son sino la contrapartida de una protección. Pero el peso del precio pagado es bien claro, mientras que la protección no siempre es real ni evidente. En principio, la Iglesia deduce el diezmo a los miembros de esa otra comunidad que es la parroquia, con el fin de socorrer las necesidades de los pobres. Ahora bien, ¿no va ese diezmo, con frecuencia, a engordar al clero, al menos al alto clero? Que eso sea verdad o mentira, la mayoría de los parroquianos lo creen así y el diezmo es, por lo tan to, una de las contribuciones más odiosas del pueblo medieval.
Beneficios y sujeción parecen equilibrarse todavía más en el seno de otras comunidades en apariencia más igualitarias: las comunidades campesinas y las comunidades urbanas. Las comunidades rurales oponen con frecuencia una resistencia victoriosa a las exigencias señoriales. Su base económica es esencial. Ellas son las en cargadas de repartir, administrar y defender esos terrenos de pasto y de explotación forestal que constituyen los bienes «comunales». Su mantenimien to resulta vital para casi todas las familias campesinas, que no podrían subsistir sin el apoyo decisivo que encuentran en ellas para la alimentación de su cerdo o de su cabra, o para su aprovisionamiento de leña. No obstante, la comunidad aldeana no es igualitaria. Algunos jefes de familia —de ordina rio los ricos y, a veces, los simples descendientes de familias tradicionalmente notables— dominan y gestionan en beneficio propio los negocios de la comunidad.
En muchas aldeas inglesas del siglo XIII había aldeanos más acomodados que adelantaban dinero, ya fuera mediante préstamos indivi duales (desempeñaban entonces el papel que los judíos no desempeñaban o habían dejado de desempeñar en las campiñas inglesas), o abonando las nu merosas sumas, a veces elevadas, que adeudaba la comunidad: multas, gastos judiciales, pagos comunes. Es el grupo, casi siempre compuesto por los mis mos nombres en un período determinado, de los warrantors, de los garantes, que aparecen en las actas de la aldea. Con frecuencia son ellos quienes for man la guilda, la cofradía de la aldea, puesto que la comunidad aldeana, en general, no es la heredera de una comunidad rural primitiva, sino una forma ción social más o menos reciente, contemporánea de ese mismo movimiento que, tanto en el campo como en la ciudad, al socaire del desarrollo de los si glos X al XII, creó instituciones originales. En el siglo XII, en las comarcas del Ponthieu y del Laonnais, estallan insurrecciones comunalistas, simultáneas en las ciudades y en el campo, donde los aldeanos se integran en comunas co lectivas, basadas en una federación de aldeas y de villorrios.
En Italia el nacimiento de las comunas rurales es simultáneo al de las comunas urbanas. Más aún, se presiente ya el papel fundamental en los dos casos de las solidarida des económicas y morales que se han establecido entre grupos de «vecinos». Estas viciniae o vicinantiae fueron el núcleo de las comunidades de la época feudal. Fenómeno y noción fundamentales a las que se oponen, como verémos, los fenómenos y las nociones relativos a los extranjeros. El bien proce de de los vecinos, el mal de los extranjeros. Sin embargo, una vez convertidas en comunidades estructuradas, las viciniae se estratifican y aparece al frente de ellas un grupo de boni homines, de hombres buenos, de «hombres pru dentes» o prohombres, de notables, de entre los cuales se reclutan los cónsu les o los oficiales, los funcionarios comunales.
Lo mismo ocurre en la ciudad, donde las corporaciones o cofradías, que garantizan la protección económica, física y espiritual de sus miembros, no son ni mucho menos las instituciones igualitarias que se imagina con fre cuencia. Si mediante el control del trabajo son capaces de combatir más o menos eficazmente el fraude, el descuido o la falsificación, si mediante la organización de la producción y del mercado son capaces de eliminar la competencia hasta el punto de convertirse en cárteles proteccionistas, permiten también —so pretexto de «justo precio» (justum pretium) que no es más que el precio del mercado (pretium in mercato), según ha demostrado John Baldwin al analizar las teorías económicas de los escolásticos— que funcionen los mecanismos «naturales» de la oferta y la demanda. El sistema corporativo, proteccionista en el plano local, es liberal en el contexto más amplio donde se inserta la ciudad. De hecho favorece las desigualdades sociales, nacidas tanto de ese «dejar hacer» en los niveles superiores, como del proteccionis mo que, al nivel local, funciona en beneficio de una minoría. Las corporaciones están jerarquizadas, y si el aprendizes un patrono en potencia, el criado es un inferior sin grandes esperanzas de promoción. Pero sobre todo las cor poraciones dejan fuera de ellas a dos categorías cuya existencia falsea fundamentalmente la planificación económica y social armoniosa que teóricamen te el sistema está destinado a instaurar.
Por arriba, una minoría de ricos que mantienen por regla general su potencia económica gracias al ejercicio, directo o por persona interpuesta, del poder político —son jurados, regidores, cónsules— escapan a la fiscalización de las corporaciones y actúan a su antojo. Tan pronto se agrupan en corpora ciones, como el Arte di Calimala en Florencia, mediante las cuales dominan la vida económica y hacen sentir su peso sobre la vida política, como ignoran pura y simplemente las trabas impuestas por las instituciones corporativas y sus estatutos. Esta minoría son, sobre todo, los mercaderes de amplio radio de acción, importadores y exportadores, los mercatores o los «que dan trabajo», que controlan localmente una mercancía, desde la producción de la materia prima hasta la venta del producto fabricado. Un documento excepcionalmente notable, ofrecido en una obra clásica por Georges Espinas, nos ha dado a conocer a uno de estos personajes, sire Jehan Boinebroke, mercader pañero de Douai a finales del siglo XIII. La Iglesia exigía de los fieles, y espe cialmente de los comerciantes y mercaderes, que al menos a su muerte resti tuyesen mediante testamento, para asegurarse el cielo, las sumas que habían percibido indebidamente por usura o por exacciones de cualquier clase. La fórmula figuraba, pues, de modo habitual entre las últimas voluntades de los difuntos, pero raramente surtía efecto. En el caso de Jehan Boinebroke, en cambio, sí lo surtió. Sus herederos invitaron a sus víctimas a que acudiesen para hacer su reclamación o para indemnizarlos.
Hemos conservado el texto de algunas de estas reclamaciones. En ellas destaca el terrible retrato de un personaje que no debió ser un caso aislado sino el representante de una ca tegoría social. Procurándose a bajo precio la lana y los productos de tintorería, paga «poco, mal o nada», y muy a menudo en especie, según lo que se llama ría después el truck system, a los inferiores, campesinos, obreros, pequeños artesanos, a los que mantiene sujetos por el dinero —es prestamista usurero—, el trabajo y el alojamiento, ya que, como medio de presión suplementa ria, facilita morada a sus empleados. Los aplasta, en fin, mediante su poderío político. Regidor por lo menos nueve veces, lo es especialmente en 1280, cuando reprime ferozmente una huelga de tejedores de Douai. Su domina ción sobre sus víctimas es tal —puesto que no es sólo la dominación de un hombre quizás excepcionalmente malo, sino la de toda una clase— que los mismos que a su muerte se atreven a reclamar lo hacen con timidez, aterrori zados aún por el recuerdo de ese tirano que es el perfecto retrato de los tira nos feudales. En el nivel más bajo de la escala social hallamos también una clase excluida de la corporación, una masa desprotegida de la que volvere mos a hablar.
Queda aún por decir que si las comunidades rurales y urbanas oprimie ron más que liberaron al individuo, estaban constituidas sobre un principio que hizo temblar al mundo feudal. «Comuna, nombre detestable», exclama a comienzos del siglo XII el cronista eclesiástico Gilberto de Nogent en una fór mula célebre. El elemento revolucionario en el origen del movimiento urbano y de su prolongación en el campo —la formación de las comunas rurales— estaba en que el juramento que liga entre sí a los miembros de la comunidad urbana primitiva es, a diferencia del contrato de vasallaje, que une a un in ferior con un superior, un juramento igualitario. La jerarquía feudal vertical queda reemplazada por una sociedad horizontal. La vicinia, el grupo de ve cinos hermanados por una proximidad fundada en primer término sobre el terreno, se transforma en una fraternidad, fraternitas. La palabra y la realidad que expresa tienen un éxito especial en España donde florecen las «her mandades», y en Alemania donde la fraternidad jurada, Schwurbruderschaft, recoge todo el poder emotivo de la antigua fraternidad germánica. Lleva consigo la obligación de la fidelidad entre los burgueses, la Treue. La frater nidad se convierte, finalmente, en comunidad ligada por juramento: conjuratio o communio. Es la Eidgenossenschaft germánica, la comuna francesa o italiana.
Aunque las ciudades medievales no hubieran representado de hecho ese desafío a la feudalidad, esa excepción antifeudal descrita con tanta frecuen cia, no por eso es menos cierto que se presentan ante todo como un fenóme no insólito y, para los hombres de la época del desarrollo urbano, como rea lidades nuevas en el sentido escandaloso que la Edad Media atribuye a este adjetivo.
La ciudad, para esos hombres de la tierra, del bosque y de la landa, es a la vez un objeto de atracción y de repulsa, una tentación —como el metal, como el dinero, como la mujer.
La ciudad medieval, sin embargo, no parece a primera vista un monstruo espantoso por su tamaño. A comienzos del siglo XIV, muy pocas ciudades so-brepasan, y de poco, los cien mil habitantes: Venecia, Milán. París, la mayor ciudad de la cristiandad septentrional, no llegaba sin duda a los doscientos mil habitantes que se le han atribuido a veces con gran generosidad. Brujas, Gante, Toulouse, Londres, Hamburgo, Lübeck y todas las demás ciudades de esta importancia, las de primera fila, contaban de veinte mil a cuarenta mil habitantes.
Por lo demás, como se ha observado a veces con toda razón, la ciudad medieval continúa muy compenetrada con el campo. Los ciudadanos llevan en ella una vida semirrural. En su interior, sus murallas albergan viñas, huer tos, incluso prados y campos, ganado, estercoleros.
No obstante, el contraste ciudad-campo fue mayor en la Edad Media que en casi todo el resto de las sociedades y de las civilizaciones. Los muros de una ciudad son una frontera, la más fuerte de las conocidas en esta épo ca. Las murallas, con sus torres y sus puertas, sirven para separar dos mundos. Las ciudades consolidan su originalidad, su particularidad, y reproducen de forma ostentatoria en sus sellos esas murallas que las protegen. Trono del bien, es decir, Jerusalén; sede del mal, es decir, Babilonia, la ciudad en el Occidente medieval siempre es el símbolo de lo extraordinario. Ser ciudadano o campesino, he ahí una de las grandes líneas de separación surgidas en la sociedad medieval.
Entre los siglos X y XIII, en un impulso del que Henri Pirenne continuará siendo el inmortal historiador, la faz de las ciudades de Occidente cambia. Hay una función que se hace esencial en ellas, que reanima las viejas ciuda des y crea otras nuevas: la función económica, función comercial y también artesanal. La ciudad se convierte en el hogar de lo que los señores feudales detestan: la vergonzosa actividad económica. ¡Y se lanza el anatema contra las ciudades!
En 1128 arde la pequeña ciudad de Deutz, situada frente a Colonia, al otro lado del Rin. El abad del monasterio de San Heriberto, el célebre Ruperto, teólogo bastante apegado a las tradiciones, ve ahí inmediatamente la cólera de Dios que castiga el lugar que, siguiendo el desarrollo de Colonia, ha llegado a ser un centro de cambio, guarida de infames mercaderes y artesa nos. Y esboza, a través de la Biblia, una historia antiurbana de la humanidad. Caín fue el inventor de las ciudades, el constructor de la primera de ellas, imi tado luego por todos los malos, los tiranos, los enemigos de Dios. Los pa triarcas, por el contrario, y en general los justos, los temerosos de Dios, vi vieron bajo la tienda, en el desierto.
Instalarse en las ciudades es elegir el mundo y, de hecho, el progreso urbano, mediante la fijación al suelo, y el de sarrollo de la propiedad, fomentan una mentalidad nueva y, ante todo, la elección de la vida activa.
Lo que favorece aún más el desarrollo de una mentalidad urbana es el nacimiento, a corto plazo, de un patriotismo ciudadano. No hay duda, como veremos, de que las ciudades son el teatro de una dura lucha de cla-ses y que las clases dirigentes serán las instigadoras y las primeras benefi ciarías de ese espíritu urbano. Por lo demás, incluso los grandes comer ciantes, al menos en el siglo XIII, saben exponer su dinero y su persona. En 1260, cuando una guerra feroz enfrenta Siena a Florencia, uno de los prin cipales comerciantes-banqueros sienenses, Salimbene dei Salimbeni, hace entrega a la comunidad de 118.000 florines, cierra sus establecimientos y se lanza a la guerra.
Mientras que la señoría rural no había logrado inspirar a la masa de los campesinos que vivían en su seno más que el sentimiento de la opresión de la que eran víctimas, mientras que el castillo roquero, aunque les ofreciese en ciertos casos refugio y protección, no proyectaba sobre ellos más que una sombra detestada, la silueta de los monumentos urbanos, instrumento y sím bolo de la dominación de los ricos en las ciudades, inspiraba en el pueblo ciu dadano sentimientos donde la admiración y el orgullo terminaban por triunfar. La sociedad urbana había conseguido crear valores en cierto modo comunes a todos los habitantes: valores estéticos, culturales, espirituales. «II bel San Giovanni» del Dante era el objeto de la veneración y del orgullo de todos los florentinos. Orgullo urbano que es, ante todo y sobre todo, el de las regiones más urbanizadas: Flandes, Alemania, Italia del norte y del centro.
Sin embargo, ¿qué representan esos islotes urbanos en tierra de Occidente y cuál es su porvenir? Su prosperidad no puede alimentarse, en defini tiva, más que de la tierra. Incluso las ciudades más enriquecidas por el comercio, Gante y Brujas, Genova, Milán, Florencia, Siena y Venecia, la cual tiene que luchar además contra el obstáculo de su topografía marítima, se ven forzadas a asentar su actividad y su poderío en su entorno rural, en lo que las ciudades italianas llamaron su contado, su «campiña», de donde procede el nombre de contadini con que se conoce a los campesinos italianos.
Entre las ciudades y sus contornos rurales las relaciones son bastante complejas. A primera vista, la atracción urbana es favorable para la población de la campiña. El campesino que emigra a ella recobra ante todo la libertad: al venir a la ciudad, o bien se halla automáticamente libre, puesto que la ser vidumbre no se conoce en suelo urbano, o bien la ciudad, al convertirse en dueña y señora de la campiña de los alrededores, libera inmediatamente a los siervos. De ahí el famoso axioma alemán: Stadtlufi macht frei («el aire de la ciudad hace libres»).
Sin embargo, la ciudad es también la explotadora de su campiña. Se comporta con ella como si fuese el señor. La señoría urbana, que ejerce su derecho de ban sobre su banlieue, la explota sobre todo económi camente: le compra a buen precio sus productos (grano, lana, productos lác teos para su avituallamiento, su artesanado, su comercio) y le impone sus mercancías, incluso aquellas de las que sólo es pura intermediaria: la sal, por ejemplo, que se convierte en un verdadero impuesto al obligar a los campesi nos a comprar en cantidades determinadas y a precio tasado. Las milicias urbanas se forman muy pronto con campesinos enrolados, como los soldados de la campiña de Brujas, el «Franco de Brujas». Las ciudades desarrollan un artesanado rural barato, que controlan por completo. Muy pronto sienten miedo de sus campesinos. Lo mismo que los señores del campo se encierran en sus castillos al caer la noche, así las ciudades, tan pronto como oscurece, levantan sus puentes levadizos, echan las cadenas a sus puertas, arman sus muros con centinelas que vigilan ante todo a su más próximo y más posible enemigo: el campesino de los alrededores. Esos productos de la ciudad: los universitarios y los juristas, elaboran a finales de la Edad Media un derecho que aplasta al campesino.
El sueño de sociedad, si no unida, al menos armoniosa, perseguido por la Iglesia, chocó con las ásperas realidades de las oposiciones y de las luchas so ciales. El cuasi monopolio literario en manos de los clérigos, por lo menos hasta el siglo XIII, disimula la intensidad de la lucha de clases en la Edad Media y puede dar la impresión de que sólo algunos laicos malvados —señores o campesinos— trataban de vez en cuando de alterar el orden social alzán dose contra las personas o los bienes de la Iglesia. No obstante, los escritores eclesiásticos han desvelado lo suficiente como para que pudiéramos detectar la permanencia de esos antagonismos que estallaban a veces en bruscas ex plosiones de violencia.
La más conocida de esas oposiciones es la que enfrenta a burgueses y a nobles. ¡Es espectacular! El marco urbano ha amplificado su eco y los escritos —relatos de cronistas, actas, estatutos, paces que han sancionado a menudo sus peripecias— han prolongado su repercusión. Los casos bastante frecuentes —narrados con horror por los escritores eclesiásticos— en que las revueltas urbanas se producían contra los obispos, señores de la ciudad, nos han dejado narraciones emotivas en las que aparece, con el progreso de las nuevas clases, un sistema también nuevo de valores que ya no respeta el carácter sagrado de los prelados.
He aquí los acontecimientos de Colonia en 1074 narrados por el monje Lamberto de Hersfeld. «El arzobispo pasó el tiempo de Pascua en Colonia con su amigo, el obispo de Münster, al que había invitado a pasar las fiestas con él. Cuando el obispo quiso regresar a casa, el arzobispo ordenó a sus guar dias que buscaran un barco conveniente. Tras mucho indagar, encontraron un buen barco que pertenecía a un rico comerciante de la ciudad y lo reclamaron para el uso del arzobispo. Los empleados del comerciante que se cuidaban del barco opusieron resistencia, pero los hombres del arzobispo amenazaron con maltratarlos si no obedecían inmediatamente. Los empleados del mercader corrieron a buscar a su amo, le contaron lo que había ocurrido y le pregunta ron qué debían hacer.
El comerciante tenía un hijo valiente y vigoroso. Estaba emparentado con las principales familias de la ciudad y, por su carácter, era muy popular. Reunió a toda prisa a sus hombres y a cuantos jóvenes de la ciu dad como le fue posible, se lanzó hacia el barco, ordenó salir a los sargentos del arzobispo y los arrojó fuera por la fuerza... Los amigos de ambos partidos tomaron las armas y daba la impresión de que una gran batalla se estaba pre-parando en la ciudad. Las noticias de la lucha llegaron a oídos del arzobispo, que envió inmediatamente refuerzos para ahogar el motín y, como había mon tado en cólera, amenazó a los jóvenes sublevados con un duro castigo en la próxima sesión de su corte [de justicia]. El arzobispo poseía todas las virtudes y había probado frecuentemente su excelencia en todos los ámbitos, tanto es tatales como eclesiásticos. Pero tenía un defecto. Cuando montaba en cólera, no era capaz de controlar su lengua y maldecía a cada quien sin distinción con las más violentas expresiones. Al fin parecía que la revuelta iba a calmarse, pero el joven, que estaba encolerizado y envanecido por su primer éxito, no dejó de provocar todo el disturbio que pudo. Recorrió la ciudad, dirigiendo discursos al pueblo sobre el mal gobierno del arzobispo, acusándole de impo ner cargas injustas al pueblo, de privar a los inocentes de sus bienes y de in sultar a honrados ciudadanos... No le resultó difícil levantar al populacho...
Por otro lado, todos pensaban que el pueblo de Worms había obtenido un éxito expulsando a su obispo, que los gobernaba con demasiada severidad. Y como ellos eran más numerosos y más ricos que el pueblo de Worms y tenían armas, no les agradaba que se pudiera pensar que no eran tan valientes como el pueblo de Worms, y les pareció vergonzoso estar sometidos como mujeres al poder del arzobispo que los gobernaba de forma tiránica...»
Por el célebre relato de Gilberto de Nogent se sabe igualmente que en Laón, en 1111, la revuelta de los ciudadanos acabó con la muerte del obispo Gaudri y la profanación de su cadáver, al que un amotinado cortó el dedo para arrancarle el anillo.
Los cronistas eclesiásticos se muestran más admirados que indignados frente a esos movimientos urbanos. Es cierto que el carácter de tal o cual pre lado explica a sus ojos, si no la justifica, la cólera de los burgueses y del pueblo. Pero, cuando éstos se levantan contra el orden feudal, contra la sociedad aprobada por la Iglesia, contra un mundo que, convertido al cristianismo, no debiera esperar otra cosa que el paso de la ciudad terrestre a la ciudad celestial —es el tema de Odón de Freising en su Historia de las dos ciudades—, la historiografía eclesiástica confiesa su incomprensión.
Así es como en Mans, en el 1070, los habitantes se levantan contra Guiller mo el Bastardo ocupado en conquistar Inglaterra, y el obispo se dirige a él en busca de refugio. «Formaron entonces —escribe el cronista episcopal— una asociación que llamaron comuna, se unieron mediante juramento y obligaron a los señores de la campiña de los alrededores a jurar fidelidad a su comuna. Enar decidos por esta conspiración, comenzaron a cometer numerosos crímenes, condenando a gentes indiscriminadamente y sin motivo, cegando a unos por las razones más nimias y, cosa que causa horror decirla, ahorcando a otros por fal tas insignificantes. Quemaron incluso los castillos de la región durante la cua resma y, lo que es peor, durante la Semana Santa. Y todo lo hicieron sin razón.»
Pero el principal frente de las tensiones sociales es el campo. La lucha se hace endémica entre señores y campesinos. A veces se desata en crisis de gran violencia. Todo ello es debido a que, si en las ciudades de los siglos XI al XIII, las revueltas están encabezadas por los burgueses ansiosos por ase gurarse el poder político que garantiza el libre ejercicio de sus actividades profesionales, y por lo tanto su fortuna, y les confiere un prestigio proporcional a su poder económico, en el campo, en cambio, las revueltas de los campesinos no tienen sólo por objeto mejorar su situación, fijando, dismi nuyendo o aboliendo los servicios y las prestaciones gratuitas que cargan pesadamente sobre ellos, sino que son con frecuencia la simple expresión de la lucha por la vida. La mayoría de los campesinos constituyen esta masa casi al borde del límite alimentario, del hambre y de la epidemia. Lo que se llamará en Francia la jacquerie extrae de esa triste realidad una singular fuerza desesperada. Si existe también en la ciudad —acabamos de verlo en la Colonia del 1074— el motor del odio, si las nuevas capas sociales alber gan un deseo de venganza por el desdén que les dedican los señores ecle siásticos y laicos, esta motivación afectiva es mucho más fuerte todavía en el campo, a la medida del inmenso desprecio que los señores sienten por los campesinos.
A pesar de las mejoras en su suerte conseguidas por los cam pesinos durante los siglos XI y XII, muchos señores no les reconocen aún a finales del siglo XIII —por más que haya una diferencia esencial entre su condición y la de la esclavitud antigua— más propiedad que la de su per-sona y desnuda. El abad de Burton, en el Staffordshire, lo recuerda así a sus campesinos cuyo monasterio había confiscado todo el ganado (ochocientos bueyes, ovejas y cerdos), cuando ellos obtienen del rey, después de haberlo seguido de residencia en residencia con mujeres y niños, una orden de res titución de sus ganados. El abad les declara que no poseen más que su vientre, nihil praeter ventrem. Olvidaba que, por culpa suya, ese vientre estaba a menudo vacío.
Los textos repiten a porfía que el campesino es una bestia salvaje. Es de una fealdad repugnante, bestial, a duras penas tiene figura humana. Según Coulton, es «el Calibán medieval». Su destino natural es el infierno. Tiene que estar dotado de una habilidad especial para conseguir —como por engaño— el cielo. Ése es el tema de la fábula Du vilain qui gagna le paradis par plaid, el villano que consiguió el paraíso por pleito.
La misma hostilidad respecto del ser moral del campesino. De «villano», la época feudal derivó «villanía», es decir, la fealdad moral.
«Los campesinos que trabajan para todos, escribe Geoffroi de Troyes, que se fatigan en cualquier tiempo, en cualquier estación, que se entregan a obras serviles desdeñadas por sus amos, se ven constantemente abrumados, y eso para hallar lo necesario para la vida, el vestido y las frivolidades de los de más... Se les persigue mediante el incendio, la rapiña y la espada; se les arro ja a las prisiones y se les encadena y después se les obliga a rescatarse, o bien se les mata violentamente mediante el hambre, se les entrega a toda suerte de suplicios...»
Con motivo de la gran revuelta de 1381, los campesinos ingleses clama ban, según Froissart: «Somos hombres hechos a semejanza de Cristo y se nos trata como a bestias salvajes».
Como muy bien ha escrito Frantisek Graus, los campesinos «no sólo se ven explotados por la sociedad feudal, sino que, además, la literatura y el arte los ridiculizan».
El franciscano Berthold de Regensburg señalaba en el siglo XIII que ape nas si había algún santo campesino (mientras que, por ejemplo, en 1119, Ino cencio III había canonizado a un comerciante, Homebón de Cremona).
Nada hay de extraño en esas condiciones ya que el fondo de la mentali dad campesina es una constante impaciencia, un perpetuo descontento. «Los campesinos siempre están encolerizados, dice un poema goliardico de Bohe mia, y su corazón jamás está contento.»
La iconografía, de manera más o menos abierta, representa con frecuen cia la lucha del campesino contra el caballero: es David contra Goliat. La vestimenta con que aparecen ambos personajes es un claro testimonio de la intención.
Sin embargo, la forma habitual de la lucha de los campesinos contra los señores es la guerrilla sorda del merodeo por las tierras del señor, de la caza furtiva en sus bosques, del incendio de sus cosechas. Es la resistencia pasiva mediante el sabotaje de los trabajos obligatorios, la negativa a entregar los pa gos en especie, a pagar las tasas. A veces se llega a la deserción, a la huida.
En 1117, el abad del monasterio de Marmoutier, en Alsacia, suprime los trabajos obligatorios de los siervos y los reemplaza por un pago en dinero. Toma esta decisión a causa de «la incuria, la inutilidad, la holgazanería y la pereza de quienes los ejecutaban».
En su tratado de Housebondrie, escrito a mediados del siglo XIII, Walter de Henley, siempre preocupado por acrecentar por todos los medios el rendimiento agrícola, multiplica las recomendaciones para la vigilancia del tra-bajo de los campesinos.
La iconografía nos muestra a los vigilantes señoriales, bastón en mano, espiando a los trabajadores. Aun reconociendo que la fuer za del trabajo del caballo es superior a la del buey, Walter de Henley estima con cierto desengaño que es inútil para el señor hacer el considerable desembolso que representa la compra de un caballo, ya que «la malicia de los la bradores impide que el arado arrastrado por un caballo vaya más de prisa que uno tirado por bueyes».
La hostilidad de los campesinos hacia el progreso técnico es aún más lla mativa. Esa hostilidad no se explica, como las revueltas de los obreros contra la máquina a comienzos de la revolución industrial, por el temor a un paro tecnológico, sino porque el maquinismo medieval iba acompañado de un monopolio de la máquina en beneficio del señor que hacía obligatoria y onerosa su utilización en provecho suyo. Las revueltas de los campesinos contra los molinos «banales» señoriales serían numerosas. A la inversa, habrá señores —sobre todo abades— que harán destruir los molinos manuales de sus campesinos para obligarlos a llevar el grano a su molino y pagar la correspondiente maquila. Ya en el 1207, los monjes de Jumiéges mandan destruir las últimas muelas manuales que quedaban en una de sus tierras. En Inglaterra, una célebre lucha con motivo de los molinos hidráulicos enfrentó a los mon jes de Saint-Albans a sus campesinos. El abad Ricardo II, triunfante al fin en 1331, convirtió en trofeos las muelas confiscadas: las utilizó para pavimentar su locutorio.
Entre las formas más insidiosas de la lucha de clases hay que situar en lu gar privilegiado las innumerables protestas que se llevaron a cabo con moti vo de los pesos y medidas. La determinación y la posesión de los patrones que fijan la cantidad de trabajo y de los pagos constituye un medio de domi nación económica fundamental. Witold Kula ha abierto magistralmente la vía a esta historia social de los pesos y medidas. Acaparados por los unos, pro testados por los otros, los pesos y medidas, conservados en la casa señorial, en el castillo, en la abadía o en la casa comunal de los burgueses en las ciuda des, son el objeto de una lucha constante. Los numerosos documentos que evocan los castigos impuestos a campesinos o a artesanos por utilizar falsas medidas (crimen equiparado al del desplazamiento de los mojones del dominio) llaman nuestra atención sobre este aspecto de la lucha de clases.
Así como la multiplicación de las jurisdicciones favorecía la arbitrariedad de los señores, el número y la variabilidad (al capricho del señor) de las medidas eran un instrumento de opresión señorial. Cuando los reyes de Inglaterra tratan en el siglo XIV de imponer un patrón real para las principales medidas, dejan exentas de él las rentas y arrendamientos cuya medida se deja a la dis creción de los señores.
La lectura de las fábulas, de los tratados jurídicos y morales, de las actas judiciales produce la impresión de que la Edad Media fue el paraíso de los tramposos, la edad de oro del fraude. La opresión de las clases dueñas de la medida lo explica. Y la Iglesia, que hizo del fraude un pecado grave, no pudo atajar esas manifestaciones de la lucha de clases.
El enfrentamiento entre las clases, fundamental en el campo, reaparece muy pronto en las ciudades, no ya como la lucha de los burgueses victoriosos contra los señores, sino como la del pueblo bajo contra los ricos burgueses. De hecho, desde finales del siglo XII hasta el siglo XIV se va dibujando una nueva línea de fractura social en las ciudades que enfrenta a ricos y pobres, a débiles y poderosos, al popolo minuto y al popolo grosso. La formación de esta categoría urbana dominante, a la que se ha denominado el patriarcado, com puesto por un grupo de familias que acumulan la propiedad inmobiliaria ur bana, la riqueza, el dominio sobre la vida económica y el control de la vida política mediante el monopolio de los cargos municipales, hace que se levan te frente a ella la masa de los nuevos oprimidos.
A partir de finales del siglo XII se ven aparecer meliores burgenses o maiores oppidani cuyo dominio se va consolidando rápidamente Ya en 1165, en la población de Soest, en Westfalia, se mencionan esos «mejores, bajo cuya auto ridad la ciudad prosperaba y en quienes residía lo esencial del derecho y de los negocios», meliores… quorum auctoritate pretaxata villa nunc pollebat et in quibus summa iuris et rerum consistebat, y en Magdeburgo, en 1188, un estatuto urbano estipula que «en la asamblea de los burgueses se prohibió a los necios proferir palabras contrarias al orden y oponerse en cualquier cosa que fuere a la voluntad de los meliores». De este modo, pobres y ricos se enfrentaban en las ciudades. En las de lengua francesa, donde hasta ahora se había hablado tradicionalmente de oficios «fundados sobre el trabajo y sobre la mercancía», trabajo y mercancía se disocian. Los trabajadores manuales se levantan muy pron to contra aquellos que, a su vez, les tratan de ociosos Ya a finales del siglo XIII, las huelgas y los motines contra los «ricos hombres» se multiplican y, en el siglo XIV, a favor de la crisis, se suscitan violentas revueltas en la mayoría de las ciudades.
A pesar de la tendencia maniquea de la Edad Media a simplificar todo conflicto como el enfrentamiento de dos campos, el de los buenos y el de los malos, no hay que pensar por ello que la lucha de clases se limitaba a esos duelos señores-campesinos, burgueses pueblo La realidad era más comple ja, y una de las razones principales del fracaso de los débiles frente a los ricos fue, además de su debilidad económica y militar, las divisiones internas que incrementaban su impotencia.
Entre las capas inferiores urbanas hay que hacer al menos una distinción entre el popolo minuto de los artesanos y los criados y la masa de trabajadores manuales asalariados que no se beneficiaba de ninguna protección corporativa peones librados al azar del mercado y de la mano de obra, rebaño reunido a diario en la plaza de contratación (en París la plaza de la Gréve), donde los contratistas o sus encargados venían a buscar a un proletariado constantemente amenazado por el paro. A finales del siglo XIII éstos se convierten, para Juan de Friburgo, en su Manual sumario de confesores, en la ca tegoría inferior de los laboratores. Se puede observar aquí, como muy bien ha demostrado Bronislaw Geremek respecto al París de los siglos XIII y XIV, que el trabajo y el trabajador se han convertido, con ellos, en una mercancía.
No cabe la menor duda de que la explotación de la mano de obra feme nina ha ocupado un lugar privilegiado en esta opresión de los «dadores de trabajo». Es famosa la triste canción de las obreras de la seda que Crhistián de Troyes intercala (hacia 1180) en Yvain, como «Canción de la camisa» de la Edad Media.
Siempre tejeremos telas de seda
pero no iremos por eso mejor vestidas,
siempre seremos pobres, iremos desnudas
siempre tendremos hambre y sed,
jamas podremos ganar tanto
que podamos comer mejor
Tenemos pan sin cambio alguno
poco por la mañana, por la tarde menos,
pues del fruto de nuestras manos
ninguna tendrá para vivir
mas que cuatro dineros de la libra,
y con eso nunca podremos
tener para carne y para vestir,
pues quien gana en la semana
veinte sueldos, siempre pena
Siempre estamos en la mayor miseria,
pero con nuestro salario medra
aquel para quien trabajamos,
velamos buena parte de la noche
y todo el día para poder ganar
Nos amenazan con quebrantar nuestros miembros cuando reposamos: así que no osamos reposar.
(«Toujours draps de soie tisserons/Et n'en serons pas mieux vétues,/Tou jours serons pauvres et nues/Et toujours faim et soif aurons;/]amais tant gagner ne saurons/Que mieux en ayons a manger./Du pain en avons sans changer/Au matin peu et au soir moins;/Car de l'ouvrage de nos mains/N'aura chacune pour son vivre/Que quatre deniers de la livre,/Et de cela ne pouvons pas/Assez avoir viande et draps;/Car qui gagne dans sa semaine/Vingt sous n'est mié hors de peine.../Et nous somes en grand misére,/Mais s'enrichit de nos salaires/Ce-lui pour qui nous travaillons;/Des nuits grand'partie veillons/Et tout le jour pour y gagner. /On nous menace de rouer/Nos membres, quand nous reposons./Aussi reposer nous n'osons.»)
Las mujeres se hallan de igual modo en el centro de una lucha aparente mente menos dramática. Son el objeto de la rivalidad masculina de las dife rentes clases sociales. Esos juegos divertidos entre machos y hembras son, sin embargo, una de las más ásperas expresiones de la lucha de clases. El des precio de las mujeres hacia los hombres de una determinada categoría social es una de las heridas más dolorosas que éstos pueden recibir. Quizá parezca extraño ver a los clérigos tomar parte en el conflicto. No obstante, el cura, el monje, libertino y lleno de éxitos, es uno de los personajes más habituales de los cuentos populares.
La poesía lírica canta, en fin, con frecuencia en las pastorelas el amor de los caballeros por las pastoras. En la realidad, tales empeños no terminan siempre felizmente. El conde poeta Thibaud de Champagne confiesa, en ver so, que dos campesinos le hicieron poner pies en polvorosa cuando se disponía a levantar las faldas de una pastora.
La lucha de clases en el Occidente medieval se duplica, como es sabido, por las enconadas rivalidades en el interior de las clases. Los conflictos entre feudales, prolongación de las luchas de clan, las guerras procedentes de la faida germánica, forma medieval de la vendetta señorial, llenan la historia y la li teratura. Esas enemistades violentas y colectivas, esos «odios sempiternos», «esas viejas rencillas perfectamente atizadas» son, por lo demás, privilegios de clase. En las lizas de los torneos, en pleno campo, en los asedios de los castillos, las confrontaciones entre las familias feudales pueblan la historia medieval.
A pesar de sus pretensiones, la clase señorial no tiene el patrimonio exclu sivo de tales conflictos. En el seno de la sociedad urbana, las familias burgue sas se entregan, solas o animando partidos, a luchas sin cuartel por el liderazgo del patriciado o por el dominio de la ciudad. No es extraño que Italia, urbani zada más pronto, haya sido el principal teatro de esas rivalidades ciudadanas y burguesas. En 1216, una serie de vendettas oponen en Florencia a dos grupos de familias, a dos consorterie, la de los Fifanti-Amidei y la de los Buondelmonte. Por una ruptura de promesa matrimonial, afrenta tanto más cruel para los Fifanti-Amidei cuanto que el prometido Buondelmonte no se presenta el día en que toda la consorteria de la prometida le espera en traje de boda en el Ponte Vecchio, el traidor cae asesinado cuando, algún tiempo después, se dirige a la catedral para casarse con otra. Al insertarse este hecho en la lucha entre los dos candidatos al imperio, Otón de Brunswick y Federico Hohenstaufen, que de genera pronto en una lucha entre el emperador y el papa, la rivalidad de las dos familias florentinas se convierte en la lucha entre güelfos y gibelinos.
Quizá menos frecuente, pero bastante notable es la actitud individual de miembros de las clases superiores que, por interés, idealismo o, en el caso de clérigos pobres, toma de conciencia de una solidaridad mayor con los po bres que con los clérigos, se lleva a cabo la lucha a lado de los revolucionarios de las categorías inferiores y, a veces, se les dota de los jefes instruidos que ellos no tienen. Esos «traidores» a su clase se hallan entre el clero o entre la burguesía pero, sólo excepcionalmente, entre la nobleza. En 1327, los «diez mil» villanos y ciudadanos pobres que marchan contra los monjes de Bury St. Edmunds van capitaneados por dos sacerdotes que portan los estandartes de los rebeldes. Misterioso personaje es Enrique de Dinant, ese tribuno de Lieja de los años 1253-1255, ese patricio que lleva al populacho al asalto del pa triciado. Fernand Vercauteren, siguiendo el ejemplo de los cronistas del siglo XIII, ve en él a un ambicioso que se sirve del pueblo y de su descontento para tratar de convertirse en un nuevo Catilina. Pero sólo conocemos a esos agita-dores populares a través de sus enemigos. Jean d'Outremeuse nos dice de Enrique de Dinant que «hacía levantar al pueblo contra su señor y contra los clérigos y que no había dificultad para creerle... Era un hombre de buena cuna, culto y picaro, pero fue tan falso, traidor y ambicioso que no valía nada por la envidia que tenía de cada uno». Desconfiemos de estos juicios que cuelgan a quienes se rebelan la etiqueta de envidiosos. Invidia, la envidia es, según los moralistas (clérigos), según los manuales de confesores, el gran pe cado de los campesinos, de los pobres. Este diagnóstico hecho por los intérpretes de los poderosos, con frecuencia sólo sirve para silenciar la revuelta de los oprimidos, la indignación de los justos. A todos los grandes jefes de las grandes revoluciones del siglo XIV, a un Jacobo y a un Felipe van Artevelde, a un Esteban Marcel se les tachará de «envidiosos».
Al margen de estos casos individuales, cabe preguntarse si dos potencias no han escapado —por definición— a la lucha de clases, manteniéndose fuera de ella y buscando la manera de apaciguarla: la Iglesia y la realeza. La Iglesia, de acuerdo con el ideal cristiano, estaba llamada a mantener igualada la balanza entre pobres y ricos, campesinos y señores, más aún, a hacer de contrapeso a la debilidad de los pobres mediante su apoyo y a hacer reinar la armonía social, a la cual, en el esquema tripartito de la sociedad, había dado su bendición.
Es cierto que, en el ámbito de la caridad, en la lucha contra el hambre, su acción nunca fue menospreciable; es cierto también que su rivalidad con la clase militar la inclinó a veces a obrar en favor los campesinos o de los ciuda danos contra el adversario común y que animó de manera especial los movimientos de paz beneficiosos para todas las víctimas de la violencia feudal. Pero sus reiteradas declaraciones de arbitraje imparcial entre débiles y fuer tes apenas pueden disimular el hecho de que, la mayoría de las veces, eligie ra concretamente tomar el partido de los opresores. Inmersa en el siglo, integrada en un grupo social privilegiado que ella misma había transformado en orden, es decir sacralizado, por la gracia de Dios, se veía naturalmente inclinada a decantarse por la parte en la que ella se hallaba de hecho.
Conviene señalar que los campesinos se mostraron sobre todo hostiles contra los señores eclesiásticos, probablemente porque la distancia entre el ideal que profesaban y su comportamiento debía excitar de manera especial su cólera y, sin duda alguna, porque al estar mejor llevados los archivos y las cuentas monásticas, los señores eclesiásticos obtenían con mayor seguridad, gracias al derecho apoyado en sus actas y sus censos, las exacciones que los señores laicos les arrancaban de ordinario por la violencia.
Parece justo dar la razón a la autocrítica de aquel dignatario eclesiástico anónimo —confundido por error con san Bernardo— que exclamaba en el siglo XII: «No, no puedo decirlo sin derramar lágrimas, nosotros los jefes de la Iglesia somos más tímidos que los toscos discípulos de Cristo en la época de la Iglesia naciente. Negamos y callamos la verdad por temor a los seculares; ¡negamos a Cristo, a la verdad misma! Cuando el raptor cae sobre el po bre, nos negamos a socorrerlo. Cuando un señor atormenta al pupilo o a la viuda, no nos oponemos. ¡Cristo está en la cruz y nosotros sólo guardamos silencio!».
La posición y la actitud de la realeza no carecen de analogía con las de la Iglesia. Por otro lado, las dos se prestaron con frecuencia un mutuo apoyo en la lucha común, cuya consigna se dirigía contra las tiranías individuales, la defensa del interés general y la protección de débiles contra poderosos.
La realeza aprovechó hasta el máximo todas las armas que la estructura social le proporcionaba: obligar a todos los señores a que le prestasen el ho menaje ligio o feudal; negarse a prestar homenaje por las tierras que tenía en feudo, con el fin de afirmar que estaba no solamente en la cumbre, sino por encima de toda jerarquía feudal; hacerse reconocer un derecho de protección —«reconocimiento» o «patronazgo»— sobre numerosos establecimientos eclesiásticos; imponerse en el mayor número posible de contratos de «pari dad», que hacían de los reyes los copartícipes en señorías situadas fuera del dominio real y en regiones donde su influencia era débil; cristalizar en bene ficio suyo el ideal de fidelidad que era la esencia de la moral y de la sensibili-dad feudales. Al mismo tiempo, buscó siempre sustraerse al control de los se ñores. Haciendo hereditaria la corona, amplió el dominio real, impuso en todas partes a sus oficiales (funcionarios), trató de sustituir las huestes, con tribuciones y jurisdicciones feudales por un ejército nacional, una fiscalidad de Estado y una justicia centralizada.
Es significativo que los campesinos quisieran ponerse bajo la protección real, aunque se hallara más alejada que la de los señores del país. También es cierto que las capas inferiores, sobre todo campesinas, cifraron con frecuencia sus esperanzas en la persona del rey de quien esperaban que les librase de la tiranía señorial. San Luis cuenta con emoción a Joinville la actitud del pueblo respecto a él con motivo de una re-vuelta de barones durante su minoría de edad: «Y el santo rey me contó que, estando en Montlhéry, ni él ni su madre se atrevían a volver a París hasta que los habitantes de París viniesen a buscarlos con las armas. Y me contó que desde Montlhéry hasta París, los caminos estaban llenos de gentes armadas y sin armas y que todos le aclamaban, rogando a Nuestro Señor que le diese buena y larga vida y le defendiese y guardase contra sus enemigos». Ese mito real tendrá una larga vida. Sobrevivirá —hasta las explosiones finales, como las de 1642-1649 en Inglaterra y de 1792-1793 en Francia— a todas las expe riencias en que la realeza demostró que, al enfrentarse a un peligro grave de subversión de la sociedad, también ella se volvía hacia su campo natural, el de los feudales, con quienes compartía intereses y prejuicios. Bajo Felipe Augus to, los campesinos de la aldea de Vernon se rebelaron contra su señor, el ca bildo de Notre-Dame de París, y se negaron a pagar el censo. Enviaron una delegación al rey, quien dio la razón a los canónigos y espetó a los delegados de los campesinos: «¡Maldito sea el cabildo si no os manda al estercolero!» (in unam latrinam).
Pero el rey se encuentra a veces solo frente a las clases sociales. Lejos de dominarlas, se siente amenazado por cada una de ellas. Exterior a la so ciedad feudal, teme que ésta le aniquile. Tal fue la pesadilla de Enrique I de Inglaterra, según la crónica de Juan de Worcester. Cuando el rey estaba en Normandía en 1130 tuvo una triple visión. Vio primero cómo una multitud de campesinos asediaba su cama con sus instrumentos de trabajo, re chinando los dientes y acosándolo mientras le obligaban a oír sus quejas. Después, una multitud de caballeros, vestidos con sus corazas, protegida la cabeza con el yelmo, armados con lanzas, dardos y flechas le amenaza ban con darle muerte. Por último, una asamblea de arzobispos, obispos, abades, decanos y priores asediaban su lecho, con sus báculos levantados contra él.
«He aquí, gime el cronista, lo que asustaba a un rey vestido de púrpura, cuya palabra, según dice Salomón, debe aterrorizar como el rugido de un león.» Ese león al que ridiculiza precisamente Renart, en el Román, y con él a toda la majestad monárquica. Los reyes, a pesar de su prestigio, siempre fueron un poco extraños al mundo medieval.
También hubo en el Occidente medieval otras comunidades, además de las que acabamos de evocar, comunidades que se solapaban más o menos a las clases sociales y a las que la Iglesia favorecía especialmente, al ver en ellas un medio de diluir la lucha de clases.
Eran las cofradías, cuyos orígenes son mal conocidos y cuya relación con las corporaciones está bastante oscura. Mientras éstas tienen un significado profesional, aquéllas debieron ser casi exclusivamente religiosas. Tales son las cofradías de las vírgenes y de las viudas, a las que la Iglesia tiene en particular estima. Una obra de espiritualidad muy en boga en los si glos XII y XIII el Espejo de vírgenes (Speculum virginum), compara los frutos de la virginidad, de la viudedad y del matrimonio. Una miniatura célebre ilustra la comparación: las mujeres casadas no recogen más de treinta veces la si miente (cifra ya mítica para la Edad Media), mientras que las viudas la reco gen sesenta veces y las vírgenes cien.2 Sin embargo, más que formar categorías intersociales, las vírgenes tienden a confundirse sobre todo con las mon jas de clausura, y las viudas con la muchedumbre de pobres en ese tiempo en que la falta de un hombre que ganara el pan hacía caer en la miseria a la mayoría de aquellas que no podían o no querían volver a casarse.
Más vividas debieron ser las clases de edad, no aquellas que los clérigos transponían en las categorías teóricas y literarias de las edades de la vida, sino aquellas que se integraban en tradiciones concretas, características en las civilizaciones tradicionales, las sociedades militares y las sociedades campesinas. Entre esas clases separadas por la edad, una representaba en particular una realidad estructurada y eficaz: la clase de los jóvenes, la misma que, en las sociedades primitivas, corresponde a los adolescentes, que han recibido con juntamente la iniciación. En efecto, era un aprendizaje y una verdadera iniciación lo que tenían que pasar los jóvenes de la Edad Media. Pero también en este aspecto reaparecen las estructuras sociales, encuadrando esta estratificación en otro orden. Los jóvenes son distintos entre los guerreros y entre los campesinos. El aprendizaje de los primeros es el de las armas, del comba te feudal, que termina por la iniciación de la armadura, mediante la cual se entra en la clase: la caballería. Para los campesinos es el ciclo de las fiestas folclóricas de primavera que, entre san Jorge (23 de abril) y san Juan (24 de junio), se revelan a los jóvenes de la aldea los ritos destinados a asegurar la prosperidad económica de la comunidad, ritos con frecuencia constituidos por cabalgatas o ejecutados a caballo (se las encuentra en el ciclo iconográfi co de los trabajos de los meses en abril o en mayo) y que terminan con la prueba del salto por encima de las hogueras de la fiesta de San Juan. La ciudad condujo con frecuencia a la ruptura de esas tradiciones y de las solidaridades que eran su base. No obstante, quedaron residuos de ellas: la inicia-ción de los jóvenes escolares y estudiantes —los «novatos»— , destinada a hacerles perder su carácter salvaje, campesino (¿existe una relación entre el «Jacques» que designa en Francia el campesino de finales de la Edad Media y el nombre de Zak —Jak— dado en Polonia al novato universitario?), o la de los jóvenes aprendices en el curso del período anterior a su calificación como maestros en el oficio y, más particularmente, de la Gran Vuelta que de bían realizar, o la que los jóvenes pasantes recibían en las curias.
Parece que, en contraposición, la clase de los viejos —los «ancianos» de las sociedades tradicionales— no ha desempeñado un papel importante en la cristiandad medieval, sociedad de gentes que mueren jóvenes, de guerreros y campesinos que valen únicamente en la época de su plena fortaleza física, de clérigos dirigidos por obispos y por papas a quienes, dejando aparte los es-candalosos adolescentes del siglo X —Juan XI sube al trono de San Pedro en el 931 a los veintiún años y Juan XII, en el 954, a los dieciséis—, se elige en plena juventud (Inocencio III, en 1198, a los 35 años aproximadamente). La sociedad medieval ignoró la gerontocracia. Todo lo más, su sensibilidad se pudo conmover ante los imponentes ancianos de barba blanca —como se les ve en los pórticos de las iglesias, ancianos del Apocalipsis y profetas, ante los que describe la literatura, como Carlomagno, el viejo emperador «de barba blanca», o ante los ermitaños, tal como se imaginan y representan, patriarcas medievales de longevidad impresionante.
También hay que pensar en la importancia de las relaciones que se enta blaban en ciertos centros de la vida social, en relación más o menos estrecha con la estructura de las clases sociales y la diversidad de los géneros de vida.
El primero de esos centros está animado por el clero: es la iglesia, centro de la vida parroquial. La iglesia, en la Edad Media, no es sólo un hogar de vida espiritual común —muy importante por otro lado, puesto que en él se forman, en torno a los temas de propaganda de la Iglesia, mentalidades y sen sibilidades—, sino también un lugar de asamblea. Se celebran en ella reunio nes, sus campanas llaman a la gente en caso de peligro, sobre todo de incen dio. En ella tienen lugar conversaciones, juegos, mercados. La iglesia, a pesar de los esfuerzos del clero y de los concilios por limitarla a su papel de casa de Dios, es un centro social de múltiples funciones, comparable a la mezquita musulmana.
Así como la sociedad parroquial es el microcosmos organizado por la Iglesia, la sociedad castrense integra la célula social formada por los señores en sus castillos. En ella se agrupan jóvenes hijos de vasallos, enviados allí para servir al señor y llevar a cabo su aprendizaje militar —ocasionalmente para servir de rehenes—, los domésticos señoriales y toda la parafernalia de gen tes destinadas a satisfacer las necesidades de diversión y de prestigio de los feudales. Ambigua posición la de estos ministriles, troveros y trovadores, obligados a cantar las alabanzas y los valores esenciales de sus empleadores, estrechamente dependientes de los salarios y de los favores de sus amos; con frecuencia deseosos, lográndolo alguna vez, de convertirse a su vez en seño-res —es el caso del Minnesanger que llega a caballero y logra el derecho a usar escudo de armas (el famoso manuscrito de Heidelberg, cuyas miniaturas Rolf Sprandel está llevando a cabo en Wurzburgo una investigación sobre las actitudes frente a la edad en el Medioevo representan a los Minnesanger y sus blasones, dan testimonio de esta promo ción por el noble arte de la poesía lírica)—, pero también con frecuencia la cerados por su posición de artistas dependientes de los caprichos de un guerrero, intelectuales animados de ideales opuestos a los de la casa feudal, dispuestos siempre a convertirse en acusadores de sus amos. Las producciones literarias y artísticas del medio castrense son muy a menudo un testimo nio más o menos oculto de oposición a la sociedad feudal.
Los medios populares cuentan con otros centros de reunión. En el cam po, el molino, al que el campesino debe llevar su grano, hacer cola hasta que le llega su turno y esperar después su harina, es un lugar de reunión. Es fácil imaginar que allí se comentaban con frecuencia las innovaciones rurales, que desde allí se difundían, y que las revueltas campesinas también se fraguaban allí. Hay dos hechos que nos demuestran la importancia del molino como centro de reunión de los campesinos. En primer lugar, los estatutos de las ór-denes religiosas del siglo XII prevén que los monjes vayan a ellos a pedir li mosna. En segundo lugar, las prostitutas pululan por sus alrededores hasta el punto que san Bernardo, dispuesto a anteponer la moral al interés económi co, incita a los monjes a destruir esos centros de vicio.
En la ciudad, los burgueses tienen sus mercados, sus salas de reunión, como la de la corporación de los Marchands de l'eau, que agrupa a los co merciantes parisienses más importantes y que con tanta razón se ha llamado el Parloir aux Bourgeois («Locutorio de los burgueses»).
En la ciudad y en la aldea, el gran centro social es la taberna. Puesto que se trata en general de una taberna «banal», perteneciente al señor, y puesto que el vino o la cerveza que allí se beben son, la mayoría de las veces, pro porcionados o tasados por él, el señor fomenta su asistencia. El cura, por el contrario, lanza vituperios contra ese centro de vicio en el que se da libre cur so a los juegos de azar y a la borrachera y donde se hace la competencia a las reuniones parroquiales, a los sermones, a los oficios religiosos. Recuérdese la taberna cuya algarabía ahogaba la voz del dominico a quien escuchaba san Luis. La taberna no sólo reúne a los hombres de la aldea o del barrio —ése es otro cuadro de solidaridades urbanas que adquirirá tanta importancia a fi nales de la Edad Media, lo mismo que la calle, donde se agrupan los hombres de una misma procedencia geográfica o de un mismo oficio—, sino que de sempeña además, con frecuencia, en la persona del tabernero, el papel de banco de préstamos y acoge a los extranjeros dado que, la mayoría de las veces, es al mismo tiempo un albergue. De ese modo, la taberna es un nudo esencial en la red de relaciones. Desde ella se difunden las noticias portado ras de realidades lejanas, las leyendas, los mitos.
Las conversaciones que en ella se mantienen forjan las mentalidades. Y como la bebida calienta los espíritus, la taberna contribuye poderosamente a dar a la sociedad medieval ese tono apasionado, esas embriagueces que hacen fermentar y estallar la violencia interior.
A veces se ha dicho que la fe religiosa es la que ha proporcionado a cier tas revueltas sociales el cemento y el ideal que necesitaban sus reivindicacio nes materiales. La forma suprema de los movimientos revolucionarios habría sido la herejía. No cabe duda de que las herejías medievales fueron adopta das más o menos conscientemente sobre todo por categorías sociales descon tentas de su suerte. Incluso en el caso de una participación activa por parte de la nobleza meridional en la primera fase de la cruzada de los albigenses al lado de los herejes, se ha podido poner de relieve la importancia de sus que jas respecto de la Iglesia que, al aumentar los impedimentos por consangui nidad para el matrimonio, favorecía la fragmentación de los dominios de la aristocracia laica, que caían así más fácilmente en sus manos. Ante todo es cierto que muchos movimientos heréticos, al condenar a la sociedad terrestre y especialmente a la Iglesia, contenían un fermento revolucionario muy po deroso. Eso es lo que ocurre con el catarismo, con la ideología más difusa del joaquinismo, con los diversos milenarismos, cuyos aspectos subversivos ya hemos subrayado. Sin embargo, las herejías han reunido coaliciones sociales heterogéneas, en el interior de las cuales las divergencias de clase han debili tado la eficacia del movimiento. En el catarismo —en cualquier caso bajo su forma albigense—, cabría distinguir entre una fase nobiliaria en la que la aris tocracia es la dirigente, una fase burguesa, en la que comerciantes, notarios y notables de las ciudades dominan el movimiento, abandonado por la noble za después de la cruzada y del tratado de París, a finales del siglo XIII y, en fin, una fase formada por secuelas de aspecto más abiertamente democrático, en la que los artesanos de los pueblos, montañeses y pastores pirenaicos conti núan casi solos la lucha.
Además, las consignas propiamente religiosas de las herejías hacen des vanecerse, finalmente, el contenido social de esos movimientos. Su programa revolucionario degenera en anarquismo milenarista que adopta utopías como soluciones terrestres. El nihilismo, que apunta de modo especial al trabajo, más duramente condenado por numerosos herejes que por cualquier otro —el perfecto cátaro no debe trabajar—, paraliza la eficacia social de las re vueltas acogidas bajo el signo de la religión. Las herejías fueron la forma más aguda de la enajenación ideológica.
Pero esas herejías resultaban peligrosas para la Iglesia y para el orden feu dal. Por esa razón se persiguió a los herejes y se les rechazó hacia los espacios de exclusión de la sociedad que, durante los siglos XII y XIII, gracias al impul so de la Iglesia, se fueron delimitando cada vez más. Bajo la influencia de los canonistas, en el momento en que se establece la Inquisición, la herejía que da definida como un crimen de «lesa majestad», un atentado al «bien públi co de la Iglesia», al «buen orden de la sociedad cristiana». Así lo hace en su Summa (hacia 1188) Huguccio, el más importante decretista de ese instante decisivo.
A la vez que a los herejes, se pone también en el índice, se acosa y se aco rrala a los judíos (el IV concilio de Letrán, en 1215, les impone la obligación de llevar una insignia distintiva, la rueda) y a los leprosos (las leproserías se multiplican después del III concilio de Letrán, en 1179).
Sin embargo, ese tiempo es también aquel en que se admite en la socie dad cristiana a ciertas categorías de parias. La alta Edad Media había multi plicado los oficios sospechosos. La barbarización había permitido resucitar los tabúes atávicos: tabú de la sangre, que se dirige contra los carniceros, los verdugos, los cirujanos e incluso los soldados; tabú de la impureza, de la su-ciedad, que alcanza a los bataneros, los tintoreros, los cocineros, las lavande ras (Juan de Garlande, a comienzos del siglo XIII, recuerda la aversión de las mujeres hacia los obreros textiles de «uñas azules» que desempeñaron, junto con los carniceros, un papel de primer orden en las revueltas del siglo XIV); tabú del dinero que, como hemos visto, se explica por la actitud de una sociedad en la que predomina la economía natural. A tales tabúes, los invasores germánicos añaden el desprecio del guerrero por parte de los trabajadores, y el cristianismo su desconfianza frente a las actividades seculares, prohibidas en todo caso a los clérigos y, por ello, cargadas de un peso de oprobio que recae sobre los laicos que las ejercen.
Sin embargo, bajo la presión de la evolución económica y social que trae consigo la división del trabajo, la promoción de los oficios, la justificación de Marta frente a María, de la viuda activa que, en los pórticos de las catedrales góticas, hace honorablemente pareja con la vida contemplativa, el número de las ocupaciones ilícitas o despreciadas se reduce casi a nada. El franciscano Berthold de Regensburg, en el siglo XIII, incluye todos los «estados del mundo» en la «familia de Cristo», con la sola excepción de los judíos, juglares y vagabundos, que forman la «familia del diablo».
Pero esta cristiandad, que se ha integrado ya a la sociedad nueva nacida del progreso de los siglos XI-XII, que ha llegado a su «frontera», se muestra aún más despiadada con los que no quieren doblegarse al orden establecido o con los que no quiere admitir en él. Su actitud, por lo demás, sigue siendo ambigua frente a esos parias. Parece detestarlos y a la vez los admira, los teme con una mezcla de atracción y de terror. Los mantiene a distancia, pero fija esa distancia de manera que quede lo bastante próxima como para tenerlos a su alcance. Lo que ella denomina su caridad para con ellos se parece mucho a la actitud del gato que juega con el ratón. Así sucede con las leproserías, que deben hallarse situadas a «un tiro de piedra de la ciudad» para poder ejercer con los leprosos «la caridad fraterna». La sociedad medieval necesita esos parías, apartados porque son peligrosos, pero visibles porque, mediante los cuidados que les dispensa, se crea una buena conciencia y, más aún, pro yecta y fija en ellos, mágicamente, todos los males que aleja de sí. Leprosos, por ejemplo, que tanto están en el mundo como fuera de él, como aquellos a los que el rey Marc entregó a la culpable Isolda, en la terrible narración de Berul, ante la cual retrocedió el tierno y cortés Thomas:
«Pues bien, cien leprosos, deformados, con la carne roída y blanquecina, llegados sobre sus muletas al castañeteo de las carracas, se amontonaban ante la pira y, bajo sus párpados hinchados, sus ojos ensangrentados gozaban del espectáculo.
»Yvain, el más repugnante de los enfermos, llamó al rey con voz aguda: —Señor, quieres tirar a tu mujer a ese brasero; eso es muy justo, pero demasiado rápido. Ese gran fuego pronto la quemará, ese fuerte viento pronto dispersará sus cenizas. Y cuando esta llama se apague su pena habrá terminado. ¿Quieres que te muestre un castigo peor, de tal forma que pueda seguir viviendo, pero con gran deshonor, y siempre deseando la muerte? Dilo, rey, ¿lo quieres?
»El rey contestó:
»— Sí, que viva, pero con gran deshonor y peor que la muerte. A quien me enseñe tal suplicio lo tendré en mayor estima.
»— Señor, te diré, pues, brevemente lo que pienso. Ved, tengo aquí a cien compañeros. Danos a Isolda y que nos sea común. El mal activa nuestros deseos. Dala a los leprosos. Jamás señora habrá tenido peor fin. Mira, nuestros harapos están pegados a nuestras llagas que rezuman. Ella que, junto a ti, gozaba de ricas telas forradas de cibelina, de joyas, de salas adornadas de mármol, que disfrutaba de buenos vinos, del honor, de la alegría, cuando vea la corte de sus leprosos, cuando tenga que entrar en nuestros tugurios hediondos y acostarse con nosotros, ¡entonces, Isolda la bella, la rubia, reconocerá su pecado y se lamentará por no poder morir en ese hermoso fuego de espinos!
»El rey al oírlo se levanta y permanece en pie durante un largo rato. Al fin se precipita hacia la reina y la toma por la mano. Ella grita: —¡Señor, por piedad, quemadme, esto no, quemadme!
»El rey la levanta, Yvain la toma y los cien enfermos se apelotonan en tor no a ella. Al oírlos gritar y chillar, todos se derriten de piedad; pero Yvain está gozoso; Isolda se va, Yvain se la lleva. Fuera de la ciudad desciende el asqueroso cortejo.»
Arrastrada por su nuevo ideal de trabajo, la cristiandad expulsa incluso a los ociosos, ya sean voluntarios u obligados. Lanza a los caminos a ese mundo de tarados, de enfermos, de parados que van a mezclarse con la turbamulta de los vagabundos. Frente a todos esos desgraciados, a los que identifica con Cristo, actúa como frente a Cristo fascinante y aterrador. Es sintomático que cuando alguien quiere vivir verdaderamente como Cristo, por ejemplo san Francisco de Asís, no solamente se mezcla con los parias, sino que no quiere ser más que uno de ellos. El mismo se presenta como un pobre, un extranjero, un juglar, el «juglar de Dios». ¿Cómo no iba a ser esto un escándalo?
Los cristianos mantienen con los judíos, a lo largo de toda la Edad Media, un diálogo que entrecortan con persecuciones y matanzas. El judío usurero, es decir, el prestamista irreemplazable, es odioso pero a la vez necesario y útil. Judíos y cristianos discuten sobre todo en torno a la Biblia. Las conferencias públicas y las reuniones privadas son incesantes entre clérigos y rabinos. A finales del siglo XI, Gilberto Crispín, abad de Westminster, relata en una obra de mucho éxito su controversia teológica con un judío procedente de Maguncia. A mediados del siglo XII, Andrés de Saint-Victor, preocupado por renovar la exégesis bíblica, consulta a los rabinos. San Luis relata a Joinville una discusión entre clérigos y judíos en el monasterio de Cluny aunque, por cierto, desaprueba esa clase de reuniones. «El rey añadió: "Nadie debe, si no es un buen clérigo, disputar con ellos; en cuanto a los laicos, cuando oyen hablar mal de la ley cristiana, no deben defenderla de otro modo que clavando la espada en el vientre tanto como pueda entrar".»
Ciertos príncipes, abades, papas y, sobre todo, ciertos emperadores ale manes protegen a los judíos. No obstante, después del siglo XI, el antijudaísmo se exagera y, en el siglo XIII, se transforma en antisemitismo. Con la primera cruzada las persecuciones se incrementan. Así, en Worms y en Maguncia: «El enemigo del género humano no tardó, relatan los Anales sajones, en sembrar cizaña mezclada con el grano, en suscitar pseudo-profetas, en mezclar falsos hermanos y mujeres desvergonzadas con el ejército de Cristo. Mediante su hipocresía, mediante sus mentiras, mediante sus corrupciones impías turbaron el ejército del Señor... Les pareció conveniente vengar a Cristo en la cabeza de los paganos y de los judíos. Por eso mataron a novecientos judíos en la ciudad de Maguncia, sin perdonar a las mujeres ni a los niños... Causaba lástima ver grandes montones de cadáveres que se sacaban de la ciudad de Maguncia en carretas».
Con la segunda cruzada, en 1146, surge la primera acusación de muerte ritual, es decir, del asesinato de un niño cristiano, cuya sangre se tenía que incorporar al pan ázimo, y de profanación de la hostia, crimen aún mayor a los ojos de la Iglesia, puesto que se considerará como un deicidio. Las falsas acusaciones no cesarán en delante de proporcionar a los cristianos chivos expiatorios en tiempos de descontento o de calamidad. En algunos lugares, con motivo de la gran peste de 1348, los judíos, acusados de haber envenenado los pozos, fueron degollados. Sin embargo, la gran causa de la segregación de los judíos estriba en la evolución económica y la doble formación del mundo feudal y del mundo urbano. No se puede admitir a los judíos en los sistemas sociales —vasallaje y comunas— a que da lugar esta evolución. No se puede pres tar homenaje a un judío, ni intercambiar un juramento con él. De este modo los judíos se hallan poco a poco excluidos de la posesión e incluso de la concesión de la tierra, lo mismo que de los oficios, comprendido el comercio. No les quedan más que las formas marginales o ilícitas del comercio y de la usura.
Sin embargo, habrá que esperar al concilio de Trento y a la Contrarreforma para que la Iglesia instituya y preconice los guetos, las juderías. En la época de la gran recesión del siglo XVII y del absolutismo monárquico se instaurará el «gran encierro», cuya historia ha analizado Michel Foucault en lo que atañe a los locos. Locos que la Edad Media trató también de manera ambigua. A veces son casi unos inspirados y, el bufón del señor, que será el loco del rey, se convierte en un consejero. En la sociedad campesina, el tonto del pueblo es un fetiche para la comunidad. En el juego de la feuillée, el dervés, el joven campesino loco, saca la moraleja del relato. Se observa incluso que se realiza un cierto esfuerzo para distinguir diversas categorías de locos: los «furiosos» y los «frenéticos», que son enfermos a los que se puede pensar en cu rar o, más bien, en encerrarlos en hospitales especiales [nosocomios] de los que uno de los primeros fue el hospital de Bethléem o Bedlam, en Londres, construido a finales del siglo XIII; los «melancólicos» cuya extravagancia puede ser también física, ligada a los malos humores, pero que tienen más necesidad del cura que del médico; y, por último, la gran masa de los posesos a quienes sólo el exorcismo puede liberar de su temible huésped.
Muchos de esos posesos se confunden fácilmente con los hechiceros. Ahora bien, nuestra Edad Media no es la gran época de la brujería, que se retrasará hasta el período de los siglos XIV-XVIII. Entre los herejes y los posesos, los brujos encuentran difícilmente un lugar. Se dirá que son los herederos, cada vez más escasos, de los brujos paganos, de los adivinadores campesinos de la suerte a quienes los penitenciales de la alta Edad Media persiguen en el marco de la evangelización rural. Por otra parte, en estos penitenciales es donde se inspiran Réginon de Prüm para su Canon (hacia el 900) y Burchard de Worms para su Decreto (hacia el 1010). Se ven en ellos lechuzas o lamias, monstruos fabulosos, especie de vampiros, y los lobos-duende (que en alemán se los conoce por Werenwulf, dice Burchard, lo cual viene a subrayar el carácter popular de tales creencias y de los perso najes vinculados a ellas). Mundo de la campiña salvaje, sobre el que la Iglesia no ejerce más que una influencia muy limitada y se mantiene prudente a la hora de sus incursiones. ¿No acepta acaso que un duende haya venido a velar sobre la cabeza del rey anglosajón san Edmundo decapitado por los vikingos?
Sin embargo, a partir del siglo XIII, la razón de Estado, apoyada en el renacimiento del derecho romano, desencadena la caza de brujas. Nada tiene de extraño ver a los soberanos más «estatistas» entregarse a ella con todo el empeño.
Los papas, que ven en los brujos, lo mismo que en los herejes, rebeldes de «lesa majestad», turbadores del orden cristiano, figuran entre los primeros en perseguirlos. Ya en 1270, un manual de inquisidores, la Summa de officio Inquisitionis, dedica un capítulo especial a los «augures e idólatras» culpables de organizar el «culto a los demonios».
Federico II, siguiendo a Azón de Bolonia que, en su Summa super Codicem (hacia el 1220), declara a los malefici reos de pena capital, persigue a los brujos, y el dux Jacopo Tiepolo dicta contra ellos un estatuto en 1232.
Pero el más encarnizado en perseguirlos, el más acérrimo en acusar de brujería a sus enemigos fue Felipe el Hermoso, en cuyo reinado se llevaron a cabo un cierto número de procesos donde la razón moderna de Estado que dó de manifiesto de la forma más monstruosa: vilipendio de los acusados, ex tracción de confesiones por cualquier medio y, sobre todo, aplicación del mé-todo de la amalgama, con el que se acusaba a los inculpados, en desordenada confusión, de todos los delitos posibles: rebelión contra el príncipe, impiedad, brujería, desenfreno y, sobre todo, sodomía.
Se acaba de esbozar la historia de la sodomía medieval. En los siglos XI y XII hay poetas que elogian a la antigua el amor de los jóvenes mancebos, y los textos monásticos dan a entender de vez en cuando que el medio clerical masculino probablemente no fue insensible al amor socrático. La alta Edad Media parece haber sido indulgente con una auténtica gay society. Pero en el siglo XIII se asiste a la denuncia de la sodomía —herencia de los tabúes sexuales judíos, en completa oposición con la ética grecorromana— como el más abominable de todos los crímenes y, a través de un aristotelismo curio samente sacado a la luz, se sitúa el pecado «contra naturaleza» en la cumbre de la jerarquía de los vicios. No obstante, como ocurre con los bastardos, despreciados cuando son de baja extracción y tratados como hijos legítimos en las familias principescas, a los homosexuales de alto rango (como los reyes de Inglaterra Guillermo el Rojo y Eduardo II) jamás se les molestará. Por lo demás, parece que si los juicios son cada vez más severos, en la práctica, la re-presión de la homosexualidad no fue muy rigurosa.
En cualquier caso, la sodomía fue uno de los principales crímenes atribuidos a los templarios, víctimas del más famoso proceso montado por Felipe el Hermoso y sus consejeros. La lectura de las actas del proceso de los templarios pone de manifiesto que el rey de Francia y su círculo habían establecido, a comienzos del siglo XIV, un sistema de represión judicial que no tiene nada que envidiar a los más célebres procesos de nuestra época.
Se montaron procesos similares contra el obispo de Troyes, Guichard, acusado de haber tratado de dar muerte a la reina y a otras personas de la corte de Felipe el Hermoso mediante maleficios sobre una estatuilla de cera, llevados a cabo con la colaboración de un hechicero, y también contra el papa Bonifacio VIII, sospechoso de haberse desembarazado más discreta-mente de su desdichado predecesor Celestino V.
La confinación de los leprosos se produjo también en esta época, pero la coyuntura de la lepra, sin duda por razones biológicas, no es la misma que la de la brujería. La lepra, sin desaparecer por completo, retrocede de manera considerable en Occidente a partir del siglo XIV. En cambio, se encuentra en su apogeo en los siglos XII-XIII. Las leproserías se multiplican entonces (la toponimia ha conservado su recuerdo: por ejemplo, en Francia, las leproserías, los arrabales bautizados con el nombre de La Madeleine, los villorrios y aldeas que recuerdan el término mésel, sinónimo de leproso, etc.). Luis VIII lega median te testamento, en 1227, cien sueldos a cada una de las dos mil leproserías del reino de Francia. El tercer concilio de Letrán, en 1179, en el que se autoriza la construcción de capillas y de cementerios en el interior de las leproserías, con tribuirá a hacer de ellas mundos cerrados, de los cuales no pueden salir los leprosos más que haciendo el vacío ante ellos mediante el ruido de una carraca que deben hacer resonar sin tregua, al igual que los judíos, al enarbolar su rue da, hacen que los buenos cristianos se aparten. No obstante, el ritual de la «se paración» de los leprosos, que se generalizará durante los siglos XVI y XVII, y que se efectúa en el curso de una ceremonia en la que el obispo, por medio de gestos simbólicos, separa al leproso de la sociedad y hace de él un muerto para el mundo (a veces incluso debe bajar a una tumba), es aún raro en la Edad Me dia, incluso desde el punto de vista jurídico, ya que el leproso conserva los derechos de una persona sana, excepto en Normandía y en la región de Beauvais.
A pesar de todo, un número considerable de prohibiciones pesan sobre los leprosos y ellos constituyen también el chivo expiatorio preferido en tiem pos de calamidad. Después de la gran hambruna de 1315-1318, los judíos y los leprosos fueron perseguidos en toda Francia y declarados sospechosos de haber envenenado pozos y fuentes. Felipe V, digno hijo de Felipe el Hermoso, hizo que se levantaran procesos contra los leprosos de Francia y, tras arrancar sus confesiones por medio de la tortura, a muchos de ellos se les condenó a la hoguera.
Los ladrones ilustres, lo mismo que los bastardos y los pederastas nobles, nada tienen que temer. Pueden continuar ejerciendo sus funciones y vivir en tre la gente honrada. Así Balduino IV, rey de Jerusalén, Raúl, conde de Vermandois y Ricardo, aquel terrible abad de Saint-Albans que hizo pavimentar su locutorio con las piedras de molino arrebatadas a sus campesinos.
También los enfermos, sobre todo los lisiados, forman parte de los excluidos. En ese mundo donde la enfermedad y la discapacidad se consideran signos externos del pecado, quienes se ven afectados por ellas son malditos de Dios y, por lo tanto, de los hombres. La Iglesia los acoge de forma provi sional —el tiempo de estancia en los hospitales es, por lo general, muy cor-to— y alimenta esporádicamente —los días de fiesta— a alguno de ellos. Para los demás, su único recurso es la mendicidad y la errancia. Pobre, enfermo y vagabundo son casi sinónimos en la Edad Media; los hospitales se hallan si tuados frecuentemente cerca de los puentes y de los pasos de la montaña, esos lugares de tránsito obligado para los vagabundos. Guy de Chauliac, al describir la actitud de los cristianos con motivo de la peste negra de 1348, dice que en ciertos lugares se acusaba del azote a los judíos, a quienes luego se degollaba; en otros, a los pobres y mutilados (pauperes et truncati), a quie nes se expulsaba. La Iglesia se negaba a ordenar sacerdotes a quienes pade cieran algún achaque. Aún en 1346, por ejemplo, Juan de Hubant, fundador en París del Colegio del Ave María, excluye de las becas a los adolescentes que tengan «una deformidad corporal».
El excluido por excelencia de la sociedad medieval es el extranjero. La cristiandad medieval, sociedad primitiva y cerrada, rechaza a ese intruso que no pertenece a las comunidades conocidas, a ese portador de lo desconocido y de la inquietud. San Luis se preocupa de ellos en sus Établissements, en el capítulo «del hombre extranjero», y lo define como el «hombre desconocido en las tierras». En un estatuto de Goslar, en 1219, se meten en un mismo saco «histriones, juglares y extranjeros». El extranjero es aquel que no es un hom bre fiel, un hombre sujeto, aquel que no ha jurado obediencia a nadie, el que, en la sociedad feudal, «carece de reconocimiento».
Por eso la cristiandad medieval ponía de relieve alguna de sus lacras; ciu dades y campiñas, en las cercanías de los castillos, lejos de ocultar sus lugares y sus instrumentos de represión, los ponían más bien de manifiesto: la horca sobre la gran rueda a la salida de las ciudades o al pie del castillo, la picota en el mercado, en el patio o delante de la iglesia y, sobre todo, la cárcel, cuya presencia era el signo externo del poder judicial supremo, de la alta justicia, del rango social más elevado. Nada tiene de extraño el hecho de que la ico-nografía medieval en las ilustraciones de la Biblia, en las historias de los már tires y de los santos, representara preferentemente las cárceles; en él se ocul taba una realidad, una amenaza, una pesadilla siempre presente en el mundo medieval.
A quienes la sociedad medieval no podía atar o encerrar los abandonaba en los caminos. Enfermos y vagabundos erraban de una parte a otra solos, en grupos, en filas, mezclados a los peregrinos y a los mercaderes. Los más vi gorosos y los más desesperados engrosaban el ejército de bandidos apostados en los bosques.
Texto de Jacques Le Goff (Traducción de Godofredo González ) en "La Civilizacón del Occidente Medieval", Paidós- Barcelona, 1999 (titulo original "La Civilisation de l'Occident Medieval ), pp. 227-286. Digitalizacion, adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa.