Que se aprendiese a despreciar los instintos primerísimos de la vida; que se fingiese mentirosamente un "alma", un "espíritu, para arruinar el cuerpo; que se aprendiese a ver una cosa impura en el presupuesto de la vida, en la sexualidad.
(Nietzsche, Ecce homo, "Por qué soy un destino", p. 7.)
En TEORÍA DEL CUERPO ENAMORADO Onfray ha pretendido liberar al eros de las múltiples trabas a las que el cristianismo y la sociedad normalizada lo tienen sometido. En la estela trágica de Bataille, siguiendo los estudios históricos de Foucault, Onfray penetra en la piel de la sexualidad humana: filosofía, ética y política quedan entremezcladas en esta obra materialista y libertina, que contrapone la tradición de pensadores y poetas como Diógenes, Horacio y Demócrito a autores cristianos como San Pablo o San Agustín.
Bajo la lámpara de mi escritorio, en un plato de porcelana blanca con ribetes rojos se arrellana una platija, amorfa y viscosa. Mientras medito brevemente, los olores marinos y yodados dan paso a un aroma que dista por igual de la cocción y del ahumado. ¿Conservaré esta distancia? He decidido abandonar los libros y la biblioteca para pedir al animal que Lineo llama afectuosamente Pleuronectes platessa aquello que la filosofía occidental consiente en decirnos sobre el amor, el deseo y el placer, desde que un filósofo griego más amante de las cavernas que de las riberas costeras se empecinó en comparar a los hombres con los gallos, los peces lisos e incluso las ostras. Quiero, pues, convocar el bestiario acuático y marino para expresar en escorzo lo que a veces los grandes discursos no consiguen transmitir. La platija, pues, nos servirá para tratar de penetrar en el misterio del deseo de los hombres.
Su etimología, un poco confusa en el Littré pero nunca de sobra en un caso como éste, la refiere al cuadrado. Ahora bien, el pez que avisto no me parece igual de largo que de ancho y veo menos un cuadro en mi platija que un rombo de ángulos pulidos por un paciente demiurgo; un género de lámina elegante perfilada en un ventilador, la hoja de un único pliegue aerodinámico y resbaladizo, la forma ideal para trazar con facilidad un trayecto por las aguas frías de los mares, por donde acedías, barbadas, rodaballos, gallos y otros lenguados velludos suelen deslizarse. Imagino que a veces, en países extraños, se utiliza su piel como cuero de adorno, igual que se hace con la piel de los cocodrilos o de las serpientes.
La ondulación fibrosa de las aletas dorsales y ventrales copia el movimiento de las algas o de las cabelleras peinadas por las olas, por la marea o por la corriente. En mi plato las aletas comienzan a inmovilizarse; luego se recubren con una película viscosa, grasienta, pegajosa. Se trata ahora de filosofar rápidamente, pues el tiempo aprieta. La línea de flotación, discreta, también dibuja un arabesco dulce, una flexión elegante que protege la aleta pelviana. Allí donde los pequeños puntos yuxtapuestos de este bonito trazo se pierden, a la altura de las agallas, las excrecencias toman el relevo: entonces este género de manchas cartilaginosas produce un extraño cráneo. Aquí se termina la bestia marina y comienza el animal filosófico, puesto que el pez liso mezcla la cara y el perfil, imposibles tanto una como otro de ser distinguidos nítidamente cuando lo miramos de frente.
Si miro a los ojos del animal, dispuestos para una percepción binocular, me olvido entonces de sus labios carnosos, morrudos, casi humanos. Los dos globos señalan un pez legible horizontalmente, aunque, siguiendo toda lógica anatómica, la boca define a un animal vertical. En un perfil en el que se puede imaginar la expresión un poco primitiva de Dora Maar desestructurada por Picasso, el ojo parece plantado en la cima de un cogote imaginario. En su base nace la línea dorsal, donde se clavan las primeras agujas de las aletas. Pienso en la caperuza de una cobra que me fascinó en un tugurio egipcio. La piel luce todavía bajo los vatios acumulados.
¿Cómo nada este animal cuya fisiología duda entre la horizontalidad y la verticalidad, o que más bien combina los dos registros? ¡Qué ganga que la fisiología de este pez demuestre la cohabitación de dos planos ontológicos -inmanencia y trascendencia- en una misma forma! Una cara de perfil, y viceversa. Un rostro agitado por la pulsión cubista, un cuerpo engendrado por las bromas de un dios fatigado, negligente o juguetón. Si le doy la vuelta, siento bajo la pulpa de mis dedos una piel áspera y rugosa cuando el líquido rezumante de las escamas y de las arquitecturas cartilaginosas deja de lubrificarla.
La etimología del gallo 3 demuestra que algunos poetas primitivos habían imaginado la posibilidad de limar utilizando útiles fabricados con este cuero singular. De variaciones grises o marrones, pero con dominio de los castaños, los colores del pez remedan la tierra y la arena. En lugar de escamas, millares de pequeñas figuras poligonales se ajustan como una malla casi invisible, recubriendo la carne con una especie de red microscópica. Sobre el conjunto del volumen, lo aleatorio de un pincel demiúrgico ha dejado caer manchas anaranjadas, una suerte de minio cuyo color se endurece a medida que se expone a la mirada filosófica. Cada ocelo punteado parece haberlo sido gota a gota a fin de dar un poco de luz a una piel demasiado oscura. Lo imagino como un traje construido durante milenios para disimular al animal a la vista de los predadores, cuando descansa con el vientre en la arena, en el fondo del mar, confundido con las variaciones cromáticas de su entorno.
Visto de frente, la naturaleza parece haber olvidado al animal que antes aparecía desnudo, descarnado, albino y ciego: como una forma de pez clásico, una carpa, por ejemplo, pero sin ojo, con un morro siempre orlado de labios espesos, en el que, dada la formidable ausencia de mirada, la carne insiste en el lugar del agujero que falta.
Idéntica línea de flotación, idéntica aleta pelviana, idénticas agallas, idéntico ajuste de formas que en el otro lado. En este sujeto singular, llaman la atención las contradicciones entre el ojo y la boca, entre la mirada de un pez liso, normalmente fija, y la cara vislumbrada como una moneda deformada. Al final, se puede imaginar bastante de buena gana que el rostro de este pez fue fabricado por el pulgar y el índice de un Dios que, intentando modelarlo, no obtuvo más que una cara quebrada susceptible aun así de emocionar, recostada sobre el plato, al filósofo, que sigue su lección de anatomía y dispone de las primeras conclusiones forenses. Un pez escuálido…
Comprendo que, en el Banquete de Platón, Aristófanes recurra a la platija para simbolizar la condición humana desde que los dioses colocaron el destino de los hombres bajo los signos de la desesperación, la sanción y el castigo. Mirad la figura despachurrada del pez liso, dadle la vuelta, observad su vientre blanco y la piel morena de su lomo, elucubrad sobre su aspecto y su locomoción, imaginad que añadís el reverso de la misma parte de otro pez liso, obteniendo dos caras de una bestia nueva, reconstituida, completa, acabada: la platija fascina por este inacabamiento, que Aristófanes relaciona con la naturaleza humana considerada bajo el ángulo de la diferencia sexual. Allí donde el pez enseña la monstruosidad, la indecisión divina o el juego de los dioses, los hombres convencidos por el platonismo deben percibir su handicap, lo que les obstaculiza y subraya su destino de animales incompletos.
Aristófanes, el hombre de los retruécanos, los juegos de palabras, las bromas, la risa y lo grotesco, toma la palabra en el demasiado famoso banquete para mostrar la miseria del hombre sexuado. Allí, entre dos célebres ataques de hipo, en aquella famosa noche de borrachera filosófica que ha entrado en los anales de la historia de las ideas, formula una teoría del deseo que sigue envenenando a Occidente. Creo y temo que el discurso de esta figura del teatro griego augura el conjunto de las propuestas que se vienen realizando desde hace más de veinticinco siglos sobre el nacimiento del deseo, su naturaleza, su forma y sus diversas y múltiples odiseas. Platónicos y filósofos alejandrinos, Padres de la Iglesia, curas de todos los géneros y teóricos del Renacimiento, paladines del amor cortés y novelistas de los ciclos de caballería, petrarquistas y trovadores, todos estos idealistas, espiritualistas y demás dualistas profesan una teoría del deseo entendido como falta, dolor y condena. Ésta triunfa hasta en las bufonadas lacanianas, talmúdicas o deconstructivas, dejando tras de sí las huellas de un pensamiento obsesionado por la Ley -y cuyo fin aspiro a ver.
Volvamos a la platija. ¿Cómo procede Aristófanes? Para responder a esta pregunta, leamos o releamos con atención su discurso dedicado al amor en el diálogo epónimo y centrémonos en estas páginas fundadoras de la desdichada erótica occidental clásica. Además de definir el deseo como falta, la obra de Platón, sean cuales sean sus portavoces y su diversidad, produce un cierto número de ideas-fuerza a partir de las cuales se organiza su visión dominante del amor: el andrógino presentado como un modelo, la pareja propuesta como una forma ideal destinada a la potencia libidinal, un dualismo promotor del alma y negador del cuerpo, he aquí las piedras angulares del edificio que, para nuestra más grande desazón, todavía habitamos.
Cuando le llega el turno de hablar, Aristófanes propone su hipótesis sobre el origen del deseo y cuenta el mito del andrógino, canónico en la historia del pensamiento. Que esta idea sea de Platón o del interlocutor, aquí poco importa. Sostengo que esta historia genealógica funda el lugar común del deseo definido como falta. Dos milenios se amontonan gravosamente sobre esta concepción errónea. Más allá de la mezcla de consideraciones astrológicas en las que la Luna, la Tierra y el Sol permiten disertar sobre lo mixto, lo femenino y lo masculino, Aristófanes describe un extraño animal con la forma de una bola cuya espalda y costados forman un círculo. El observador hábil distingue cuatro manos, cuatro piernas y un cuello redondo, así como dos rostros iguales en una sola e idéntica cabeza. En esta cara se destacan cuatro orejas. En mi plato, la platija apunta su morro y sus labios espesos.
El movimiento de la bestezuela de dos espaldas se efectúa en línea recta. Para las necesidades de una locomoción más rápida -los monstruos y los andróginos padecen de impaciencia y detestan la lentitud-, los ocho miembros coordinados estructuran una bola que rueda sobre sí misma: así va dando volteretas. El sexo es igualmente doble en estos animales completos: algunos se componen de dos mitades masculinas, otros de dos pedazos femeninos, mientras que algunos revelan un compuesto de macho y de hembra. Bisexualidad, heterosexualidad y homosexualidad se encuentran de este modo legitimadas sobre un mismo plano de lectura, sin ninguna discriminación, sin ninguna jerarquía. Con estas máquinas sexuadas, disponemos obviamente de unas formas más elaboradas que las narices que andan solas, si se puede decir así, o los brazos, los sexos y los ojos que brincan en la superficie de una tierra recién creada en el mundo de un Empédocles que experimenta unos inicios difíciles.
En cuanto al temperamento y al carácter, la bestia primitiva manifiesta fuerza, vigor y orgullo. Pero todos los dioses, sin excepción, detestan estas virtudes singulares. Indiscutiblemente prefieren la modestia, la obediencia y la sumisión de sus criaturas. La totalidad de las culpas originales monoteístas proceden de una voluntad de saber, de un deseo de autonomía intelectual y de libre conocimiento que disgusta enormemente a las divinidades deseosas de sujeción. El andrógino primitivo -había que esperarlo- desafía a los dioses y se propone medirse con ellos. Error fatal: cada cual en su casa, dicen las criaturas celestiales. Zeus, que no bromea, decide castigar al descarado animal y lo secciona por la mitad para disminuir su fuerza, su energía, su voluntad. Siendo la mitad de arrogantes, las partes presentan la mitad de peligro. Y los poderes supremos sufrirán la mitad de rechazo.
Ayudado en su degollina por Apolo, convertido en sicario, Zeus pide su colaboración para darle la vuelta a la cara. La mitad del cuello del animal mutilado queda frente al corte: así la nueva criatura tendrá sin cesar bajo su mirada el espectáculo de su seccionamiento y, a causa de esto, se volverá modesta. Los dioses siempre han amado la modestia de su ganado. Por otra parte, el cierre de esta inmensa llaga necesita una suerte de nudo gordiano, un plisado de un género particular: el ombligo testimonia las huellas antiguas de esta cirugía demiúrgica. En fin, un trabajo de alisado permite a los verdugos borrar los pliegues. Queda entonces este único ombligo mítico.
¿Cómo se despliega, pues, a continuación de esta plástica ontológica, el destino de estas criaturas amputadas? En la indagación, en la búsqueda desenfrenada y fatigosa de la mitad perdida. Cada pedazo deseoso de la totalidad abolida pide y quiere la parte que realizaría el todo. Constatando que las mitades agotan su energía y consagran la totalidad de su tiempo a buscar la vana realización del acoplamiento, los dioses se desesperan viendo que estos fragmentos abandonan cualquier otra actividad. La humanidad periclita, y perece. Es el advenimiento de la tragedia sexuada: nuevamente operadas, las bestezuelas disponen finalmente de sus partes sexuales en la parte delantera de sus cuerpos, lo que parece netamente más práctico. La copulación remedia el decaimiento de la humanidad.
Las mitades enredadas en una danza libidinal copulan, se sacian y pueden entonces encarar la acción. Así pues, en el principio triunfa el caos; luego viene un desorden menor, seguido de un orden parecido: el orden sexuado y, con él, el considerable problema de la diferencia sexual. Del andrógino feliz y despreocupado a las criaturas mutiladas en busca de sentido, la humanidad asiste al espectáculo de su destino en escorzo, pero siempre bajo los auspicios de la tragedia.
El primer lugar común generado por la historia platónica de Aristófanes señala: el deseo es falta. Ésta es la primera idea a destruir cuando se propone la inversión del platonismo en la cuestión de las relaciones sexuadas -pues el deseo es exceso: lo trataré al mismo tiempo que los peces masturbadores caros a Diógenes un poco más adelante-. La genealogía idealista del deseo supone definir el amor como búsqueda de lo completo originario. Ausencia a conjurar, vacío que colmar, metafísica del agujero que se debe tapar, diría Sartre en el delicado lenguaje de su ontología fenomenológica. El deseo implica la abertura, la llaga, la cavidad, el hueco. Me abstengo de pedir a la fisiología las justificaciones y las razones que permiten a los paladines de la opción idealista utilizar esta imagen habitual. Y me acuerdo de un fragmento de Empédocles cuidando la larga cabellera de Afrodita.
Desde Aristófanes hasta Lacan -que volvió a dorar el blasón del andrógino platónico en sus seminarios, no lo olvidemos-, el deseo pasa por la energía de la reconquista de la unidad primitiva, por la fuerza motriz de las restauraciones de la entidad primera. Sería la electricidad que impulsa la luz amorosa. ¿Los hombres engañan a las mujeres? ¿Las esposas desean otros compañeros distintos a sus maridos? ¿El mundo vive de energías sexuales cruzadas? ¿Lo real se estructura en potencias genésicas monstruosas? Aristófanes da la solución del enigma: cada uno busca a cada una -o a su cada uno-, padece la necesidad libidinal ciega, prueba algo, no encuentra nada, sigue buscando, pero fracasa siempre, experimentando perpetuamente la reiteración de un deseo vivido como sufrimiento, dolor y castigo por una hipotética falta que, sin embargo, no ha cometido jamás. Desde entonces, culpabilidad, enfermedad y deseo se representan unidos y se piensan conjuntamente -y esto desde hace más de veinte siglos.
Un duro deseo muestra la sumisión de los hombres a un destino más fuerte que ellos. La energía que trabaja el cuerpo lo taladra, lo socava, lo hurga y lo vacía. En la hipótesis platónica, esta obra de lo negativo se compensa por la positividad de una fatalidad: las relaciones sexuales entre personas del mismo género, homosexuales, lesbianas, pero también, aunque el texto no lo diga, todas las formas de sexualidad posible e imaginable, encuentran su razón de ser en la pareja primitiva y genealógica. Se aspira a lo que se fue, sin esperanza de otra cosa diferente, sin la chispa de una posibilidad de escapar a nuestro determinismo de crucificados. Así pues, el deseo se lee y declina bajo el modo de la necesidad desesperante.
Natural, fundamental y esencialmente, el deseo fabrica al individuo según sus fuerzas y sus potencias, sus leyes y sus normas. El objeto del deseo revela un sujeto indefectiblemente ligado a la mineralidad y a la animalidad de su estatuto. Cada cual llega a ser lo que ya es. Lecciones de los trágicos griegos, lección pindárica, lección de las tinieblas.
Leer el deseo como necesidad no impide el optimismo platónico. Pues si se cree posible la restauración de la unidad primitiva se crea una formidable esperanza -contra la cual, no obstante, se han estrellado y frustrado de hecho los sueños de dos mil años de beatería occidental-. Aristófanes es culpable de asociar deseo y falta porque su lectura implica una definición del amor como búsqueda cuando no hay nada que encontrar. Devotos de su enseñanza, los sujetos se pierden en el deseo de un objeto inencontrable porque inexistente, fantasmagórico, mítico. Dado su carácter ficticio, la mitad perdida no se reencuentra jamás. Dar hoy por descontado el éxito equivale indiscutiblemente a desesperar mañana. Ahora bien, la humanidad en su casi totalidad, cegada, emprende estas vanas búsquedas con la energía de los condenados. Penas perdidas. Entender el deseo como lo entiende el invitado de Sócrates permite considerar la posibilidad de colmar, encontrar, satisfacer y conjurar. Y hasta de no parecerse nunca más a una platija, esa figura despachurrada que vacila entre la monstruosidad y su carácter incompleto.
El segundo lugar común generado por el discurso del comediante hiposo formula: el deseo se apacigua en la unidad primitiva reconstituida y la pareja le proporciona teóricamente su forma. Otra tontería costosa, otra estupidez peligrosa. La platija desaparece con su fisonomía desagradable, repulsiva y horrible, y la esfera toma el relevo proporcionando la alternativa conceptual, el modelo y la imagen. Fin del pasado dominado por las mitades desgraciadas, errantes y ansiosas; advenimiento de una bola cuyo autismo representa en el terreno ontológico el papel equivalente que esta forma realiza en el dominio de la geometría: la perfecta analogía. El pez liso contribuye a dar del deseo una definición culpable y peligrosa, proveedora de ilusiones y de fantasmas milenarios; la esfera aumenta el malentendido invitando a la mayoría de los hombres a entregarse a la locura de las metáforas engañosas.
El enamorado quiere la unión, escribe Platón, y éste quiere encadenarlo recurriendo a Hefesto, el gran herrero, el señor del fuego que transforma la diversidad de los metales en unicidad formal. Cuando trabaja en la fabricación de las almas cósmicas, humanas y vegetativas, el demiurgo se vale de los atributos del señor de las fraguas y se complace en hacer nacer una tercera materia a partir de las dos primeras y primitivas. Las sustancias divisibles, escindibles y separables se transforman bajo su voluntad en indivisibles, atómicas en el sentido etimológico. El dios fabrica el mundo siguiendo el modelo esférico; lo mismo hace con la cabeza también esférica del hombre, colocada sobre la eminencia del cuello a la manera de una gema preciosa presentada sobre un cojín que la resalta. Con su trabajo, el herrero que engendra las uniones y domestica los vaciados quiere construir una esfera armilar. Ya en su taller, forja y mezcla, corta, separa, doblega en semicírculo, vuelve a juntar los pedazos, los fragmentos, uniendo sabiamente las extremidades.
El amor forja las almas, templa los caracteres y fabrica unas fusiones de propiedades extraordinarias. Lejos de la platija deforme, esbozada, apenas concluida, que parece haber salido de la mano de un creador desmañado o aficionado, la esfera proporciona el modelo de la perfección, el arquetipo de la forma autosuficiente, completa, acabada. De la misma manera que en su Banquete recicla a los andróginos órficos o presocráticos, Platón reactiva el mismo mundo teórico para explicar la pareja y la necesidad de la fusión. Con el objeto de acabar con lo Múltiple diseminado y real, demasiado real, el filósofo celebra el Uno reconciliado, reencontrado, ideal. El deseo se dispersa, revienta, descubre lo incompleto y la imperfección; el amor rebasa al deseo, permitiendo luego el reencuentro completo y la perfección. Es una máquina de guerra imparable: después de la falta y el corte, el perdón y la fusión. El cristianismo sabrá acordarse de ella.
Pero, ¿qué es un andrógino reconstituido? ¿A qué se parece la individualidad cuando se reformula el animal primitivo? Pues bien, el hermafrodita conlleva la negación y extinción de la sexualidad, ya que supone la coexistencia de los dos sexos, su cohabitación en una única forma. Cuando deja de estar atormentado por la falta, el monstruo conoce la beatitud tonta y necia de los sujetos abandonados por el deseo: el impotente, el frígido, el anciano, el muerto. En cuanto a la pareja, con la esfera como emblema, le queda por experimentar en lo cotidiano el destino del autista, cerrado sobre sí mismo, prisionero de su naturaleza, forzado a estar dando vueltas sobre sí, a multiplicar las repeticiones onanistas y las reiteraciones solipsistas del animal enjaulado. La pareja inventa el giro repetitivo del derviche tornero. Y proscribe cualquier otro movimiento distinto de las rotaciones sobre el mismo lugar.
La consideración de la esfera como modelo de la pareja produce la mayoría de las neurosis de Occidente en materia de amor, de sexualidad o de relación sexuada. Pues buscar una perfección sustancialmente inexistente, enarbolar un señuelo, conduce con seguridad al desengaño, a la desilusión, a ese momento en el que se acaban los encantos e ilusiones artificiales del principio y empiezan las penalidades que los siguen. Cuando Empédocles habla de lo divino le da, como Parménides, la forma de una esfera. La divinidad perfecta es redonda antes de diseminarse en la pluralidad de los polvos del mundo. En los fragmentos consagrados a este asunto, el filósofo de Agrigento enseña que la esfera "gobierna en torno de la soledad". ¿Se puede subrayar mejor su imperio integral, su poder ampliado más allá del mundo sensible y conocido? ¿Cómo expresar de otra manera la verdad formal destinada a proporcionar un arquetipo epistemológico y más tarde ético?
Como perfección del Ser, beatitud y gozo de la unidad realizada, conjuración de lo real múltiple, fragmentado, reventado y diverso, como celebración de un mundo ideal, no engendrado, incorruptible, inmóvil, perfecto, la esfera ofrece un modelo teórico inaccesible, esto es, generador de frustraciones y dolores. Al ser demasiado elevado, el ideal produce el desánimo y el abatimiento, en lugar del estímulo excitante e incitativo. Haciendo de la pareja y de la reconstitución de la unidad primordial el proyecto de toda tentativa amorosa, Platón instala la relación sexuada en un terreno donde evidentemente lo absoluto no puede cumplir sus promesas. La aspiración a la perfección genera más impotencia que satisfacción, la voluntad de pureza proporciona más frustración que plenitud.
Por su parte, los órficos, a la manera de este o aquel filósofo presocrático, también formulan el ideal amoroso apelando al andrógino primitivo y al modelo esférico. No demasiado diferente al huevo duro cortado con un hilo de crin, proponen un animal con cuatro ojos, susceptible de abrir el máximo campo visual a las cabezas plurales, a los dos sexos -masculino y femenino-, muy oportunamente colocados en lo alto de las nalgas, según dicen los fragmentos… Ya los babilónicos, y más tarde los Vedas, celebraban este ideal fuertemente inspirado en lo religioso, lo sagrado y lo mitológico. Los fantasmas del huevo cósmico y primordial órfico, los del andrógino presocrático, los de la esfera platónica, los de la pareja occidental, proceden del mismo principio nostálgico. Suponen un pasado perdido definido como paraíso, y un dolor asociado a esta pérdida.
Sólo las lógicas de la decadencia entienden el pasado como el momento ideal de una edad de oro, y el presente como una ocasión de dejar atrás la edad de hierro con el propósito de reencontrar, para reactualizarlas, las raíces, las fuentes, los orígenes. Pero, desde luego, no existe una forma primitiva ideal pasada, ni la posibilidad de recuperar un tiempo perfecto -puramente artificial, por lo demás-. La pareja y la esfera sirven como modelos, como formas puras que en la concepción que la mayoría tiene en materia de relación sexuada provocan más malentendidos y penas que sensaciones gozosas. Aspirar a la fusión es querer la confusión, perder la identidad, renunciar a nosotros mismos en provecho de una figura alienante y caníbal.
El beso y todas las otras variaciones sobre el tema de la penetración del cuerpo del otro muestran el deseo de incorporación, en el sentido etimológico, y el fin de dos instancias en provecho de una tercera potencia -que pronto se cristalizará tras el anuncio de la aparición del deseo de tener hijos-. El abrazo seminal muestra, en acto y de hecho, la voluntad de alienación y de desaparición de sí en una fuerza superior cuya estructuración absorberá las singularidades propias. Realizar la esfera en una existencia transforma todas las subjetividades en desecho del consumo amoroso.
Consultando mis diccionarios de etimología, me alegró aprender que el término deseo procede de los astros. No estamos, pues, lejos de la esfera y del cielo habitado por magníficos y poéticos planetas.
Dejar de contemplar la estrella, así dicen los étimos: de y sidere. Esto es tanto como decir que el deseo rompe con lo celeste, lo divino, lo inteligible, el universo de las ideas puras, ése donde danzan Saturno y Venus, Marte y Júpiter, la melancolía y el amor, la guerra y el poder. Aquel que desea baja la mirada, renuncia a la Vía Láctea, al azul apabullante y arraiga su voluntad en la tierra, en las cosas de la vida, en los pormenores de lo real, en la pura inmanencia. Algunos, volveré sobre este tema cuando trate de los cerdos epicúreos, celebran acertadamente al animal que tiene siempre el hocico a ras de suelo y la mirada incapaz de dirigirse a las estrellas. Desear supone menos buscar una unidad perdida que preocuparse por la Tierra y apartar la vista del firmamento. Lejos de las Pléyades y otras constelaciones que absorben el cuerpo y restituyen un alma extasiada de absoluto, el deseo obliga a reconciliarse felizmente con las divinidades ctónicas.
Mi genealogía del deseo, pues, deja muy atrás a Aristófanes y a su platija para preferir la compañía de quien renuncia al cielo y prefiere los placeres terrestres, concretos. Platón prevé esta antinomia radical entre los soñadores de cielos y los amantes del suelo, entre los poetas del ideal y los artistas de la materia. El conjunto del pensamiento occidental se organiza en torno a esta alternativa, que obliga a una elección precisa: la trascendencia y la pasión vertical o la inmanencia y el entusiasmo horizontal, estar en otra parte o en este mundo, en compañía de los ángeles o en presencia de los hombres. Un diálogo platónico -el Sofista, en este caso- permite a un Extranjero discutir con Teeteto y poner frente a frente estas dos figuras irreconciliables: los Amigos de las Formas y los Hijos de la Tierra. Los primeros ilustran la tradición idealista, dualista y espiritualista; los segundos, la opción materialista, monista y atomista. Unos creen en lo que no ven, los otros se entregan exclusivamente a lo que se les presenta. La hipótesis contra la percepción, la fe contra el saber. Ser partidario de la idea o de la materia determina una concepción del amor, del deseo, de la sexualidad, de la libido, de sus usos y de la relación entre los sexos. Existe indiscutiblemente una tradición materialista que resuelve el conjunto de los problemas correspondientes a estas cuestiones. El libertinaje formula su corpus teórico.
El tercer lugar común generado por la ideología platónica indica: existen dos amores, uno, defendible, ajustado a la lógica del corazón y de los sentimientos, del alma y de las virtudes; el otro, indefendible, sometido a los únicos principios del cuerpo, privado de su chispa espiritual, amputado de su parte divina, enteramente destinado a la materia. Por una parte, la divinidad en el hombre; por otra parte, su animalidad, su pura bestialidad. Después de utilizar la platija para definir el deseo como falta, y la esfera para expresar su superación en la completa encarnación de la pareja, ahora tengo que disertar sobre la ostra, siempre platónica, a fin de examinar las nefastas consecuencias del viejo prejuicio dualista que opone irreductiblemente el cuerpo y el alma o, como dirían los cristianos, la carne y el espíritu.
Hablemos, pues, de la ostra. Sócrates se lo enseña a Fedro en el diálogo del mismo nombre: estamos encadenados a nuestro cuerpo exactamente de la misma manera como la ostra lo está a su concha. ¿Hay que concebir el alma como una gelatina verdosa, tan pringosa como ella, como un grueso animal reducible al tubo digestivo y a sus variaciones? ¿Debemos entender que el espíritu procede de la flema inconsistente y trémula que flota en una especie de líquido amniótico salado? ¿Y que el cuerpo es como una concha con asperezas parasitadas por gusanos, conchas minúsculas, algas y limo? ¿Que la materia carnal es rústica, espesa, rugosa? Flacidez espiritual y rudeza material, alma comestible y cuerpo desechable…
La palabra ostrea nos abre un doble registro: el exterior repugnante, y el interior donde se esconden la delicia gastronómica y hasta la hipotética perla que Plinio creía procedente de la unión del agua y del fuego y, más en concreto, del mar y del relámpago, o incluso de una gota de rocío celeste y del contacto rugoso con la concha. Aquí el continente despreciable, allí el contenido venerable. Los hombres parecen gastados, a primera vista, porque se presentan a los demás bajo el modo exclusivo del cuerpo, de la carne, de la materia. Pero su riqueza es interior: en el nácar yace el principio divino dispuesto por el demiurgo: el alma. El juego de palabras griego que recurre a la homofonía soma/sema ha mostrado tradicionalmente el parentesco y la proximidad del cuerpo y de la tumba. La metáfora, recurrente en Platón, recorre igualmente toda la tradición idealista y dualista. Y todavía vivimos, dos milenios más tarde, bajo estos siniestros auspicios, prisioneros de las lecciones de la ostra. El alma sufre el castigo de tenerse que encarnar en un cuerpo, de vivir en él, de permanecer en él como en una cárcel, en pago de unas faltas que a pesar de ello no se cometieron jamás.
¿Qué consecuencias acarrean las posiciones ostrícolas platónicas? Son dramáticas, catastróficas: lo que llamo la teoría de los dos amores, en la que uno se ofrece como modelo y el otro resulta una birria. Pausanias nos da más detalles: existe una salida muy decorosa para el deseo y otra muy lamentable. Para formular esta teoría, basta con oponer dos Afroditas, una de las cuales, la antigua, se pretende celeste y la otra, terrestre y popular. En lo que se refiere a la Afrodita vulgar, la sexualidad se expresa de manera animal. Como la libido de las conchas -si prosigo con la metáfora-. Al estilo de los perros acoplados, de los mamíferos apareados según el orden natural, los devotos de este amor hacen demasiado hincapié en su animalidad para el filósofo adicto a las causas inteligibles y enfadado con el mundo sensible.
En cambio, la Afrodita celeste permite el ejercicio espiritual de alto rango intelectual, conceptual y cerebral. Lejos del cuerpo grosero, de los deseos someros, de los placeres deshonrosos, de los parentescos bestiales, el amante de esta excepción amorosa diviniza la Idea de amor y purifica su cuerpo, olvidando su parte material cuando encara la procesión y se eleva a las Ideas puras. Como la libido de la ostra en tanto que tal, preciosamente conservada en su nácar. Como los hombres adictos a lo sagrado, a lo absoluto, a lo divino y a la trascendencia, los enamorados de esta Afrodita desprecian su corporeidad apoyándose únicamente en su dimensión espiritual. El cuidado del alma salva al hombre de la condena de tener que sufrir una carne.
Para estigmatizar el destino de los hombres sometidos a esta pulsión imperiosa -realizar la unidad primitiva-, Platón recurre al mito del carro alado, versión equina de la metáfora ostrícola. El alma puede pensarse como una biga tirada por un caballo blanco y un corcel negro. No sorprende que unas plumas engalanen el alma y permitan conducirla siempre más arriba, hacia las cumbres celestes donde se expanden las Formas puras e incorruptibles, increadas, inmortales y eternas. De ahí la necesidad de estar provisto de grandes plumas y remeras: la beatitud se paga a semejante precio. El cristianismo no se olvidará de quién empluma a los habitantes de la Jerusalén celeste, a sus tronos, querubines y otros serafines. A falta de timoneras y plumas, la caída amenaza y con ella el riesgo mayor de volverse a ver en tierra, a la manera de Ícaro, que para ese viaje no necesitaba de esas alforjas.
Obviamente, los dioses ignoran estos problemas: sus carros provistos de animales dóciles y perfectos los conducen sin dificultad, trepando alegremente por la bóveda celeste. En esta geografía del éter, encontramos las esencias, las cosas en sí, la verdad, la ciencia, el pensamiento, la justicia, la sabiduría; de hecho, el acostumbrado bello mundo filosófico. Mientras los caballos conducen a los dioses por este empíreo, disponen de néctar y ambrosía abundantemente distribuidos en sus abrevaderos y comederos. En cambio, las almas groseras pasan las mayores dificultades. Abismadas, desplumadas, sometidas a la opinión, a la ilusión, al error, vegetan a años luz de la contemplación del Ser.
En el carro, el buen caballo es, evidentemente, el blanco: recto de porte, bien plantado, cuello alto, cabeza de bella silueta, ollares temblorosos. Ama el honor, la moderación y la reserva. El otro, el negro, es malo, mal formado, tosco de cuello, desproporcionado, poco elegante de perfil; su ojo inyectado en sangre revela una bestia repropia y violenta, agresiva e intratable, rebelde y resistente. Así se muestran las almas, dotadas de potencialidades positivas o negativas. Mientras aspiran a lo alto, a las esencias y a las ideas, son defendibles; cuando por su peso caen hacia el suelo, a la tierra, a lo bajo, a la inmanencia y a lo real concreto, resultan embarazosas, molestas y odiosas.
Desear supone sentir en nosotros mismos el tirón de las dos aspiraciones: una hacia los dioses, la otra en dirección a los demonios. En materia de amor y de relación con el cuerpo del otro, sucede lo mismo. En la lógica platónica, todo lo que ata al individuo a la materialidad de su carne, todo lo que le conduce a experimentar en él los impulsos libidinales animales merece, franca y netamente, una condena inapelable. En cambio, el único deseo defendible, el único amor posible, exige la unión del alma con el Bien, que en el cielo de las Ideas salva la existencia presente y futura. Pues la reencarnación toma en cuenta la naturaleza defendible, o no, de los deseos pasados. Sólo una procesión amorosa hacia el absoluto purifica al sujeto de toda la suciedad de lo real. Cualquier otra procesión que se condene al mal amor se verá destinada a una reencarnación vivida como castigo: será cerdo o asno, animal al que le gustan los cuchitriles o notable por el tamaño de su miembro.
En el terreno del amor y de la relación sexuada, Occidente encuentra su rastro en las teorías platónicas del deseo como falta, de la pareja como conjuro de lo incompleto, del dualismo y de la oposición moralizadora entre los dos amores. Cualquiera que se entregue a las delicias de un cuerpo material, recorrido por deseos y calado de placeres, se juega la vida, pero también su salvación, su eternidad. La única manera de ganarse el pasaporte a la vida eterna consiste en comprometerse con ese amor que, con toda la razón, calificaremos más tarde de platónico. Amor a las ideas, al absoluto, amor al amor purificado, pasión por el ideal, he aquí lo que santifica la causa del deseo. Todo lo que se entretiene demasiado en los cuerpos, en las carnes, en los sentidos, en la sensualidad concreta, se paga ontológicamente con una condena, con una sanción, con un castigo.
Las metamorfosis de la platija, de la esfera, de la ostra y del carro alado nos han llevado a esbozar una inmensa espectografía del conjunto del pensamiento occidental. A continuación habría que descubrir las interferencias entre las grandes escuelas de la Antigüedad grecolatina, mostrar cómo el estoicismo romano se platoniza, o de qué manera el platonismo griego se hace estoico, levantar acta del reciclaje de la mitología pagana en la economía mental del mundo cristiano, señalar las tentativas de recuperación de la letra filosófica precristiana en nombre del espíritu católico y apostólico romano, aislar los sincretismos teóricos fundadores del monoteísmo, seguir la pista de los trayectos árabes y norteafricanos del corpus helenístico; en resumen, escribir la historia de la filosofía y la del deseo desde Pablo de Tarso y los Padres de la Iglesia hasta las recientes mitologías psicoanalíticas.
Sea como sea, la concepción del amor en Occidente procede del platonismo y de sus metamorfosis en los dos mil años de nuestra civilización judeocristiana. La naturaleza actual de las relaciones entre los sexos presupone históricamente el triunfo de una concepción y el fracaso de otra: éxito integral del platonismo, cristianizado y sostenido por la omnipotencia de la Iglesia católica durante casi veinte siglos, y retroceso importante de la tradición materialista -tanto democrítea y epicúrea como cínica y cirenaica, tanto hedonista como eudemonista.
Los Padres de la Iglesia, obviamente, aprovecharon la teoría del doble amor para celebrar su versión positiva -el amor de Dios y de las cosas divinas- y desacreditar la opción humana, sexual y sexuada. Este trabajo de reescritura de la filosofía griega para hacerla entrar en el marco cristiano atareó a los pensadores durante catorce siglos, en cuyo curso pusieron desvergonzadamente la filosofía al servicio de la teología. De manera que teologizaron la cuestión del amor para desviarla a los terrenos espiritualistas y religiosos, condenando a Eros en provecho de Agápe, fustigando a los cuerpos, maltratándolos, aborreciéndolos, castigándolos, haciéndoles daño y martirizándolos con cilicio, infligiéndoles la disciplina, la mortificación y la penitencia. Y se inventa la castidad, la virginidad y, en su defecto, el matrimonio, esa siniestra máquina de fabricar ángeles.
El platonismo muestra teóricamente el cruel olvido del cuerpo, el desprecio de la carne, la celebración de la Afrodita celeste, la aversión por la Afrodita vulgar, la grandeza del alma y la pequeñez de las envolturas carnales; luego se abren prácticamente en nuestra civilización occidental, inspiradas por estos preceptos idealistas, extrañas y venenosas flores del mal: el matrimonio burgués, el adulterio que lo acompaña siempre como contrapunto, la neurosis familiar y familiarista, la mentira y la hipocresía, el disfraz y el engaño, el prejuicio monógamo, la libido melancólica, la feudalización del sexo, la misoginia generalizada, la prostitución extendida en las aceras y en los hogares sujetos al impuesto sobre las grandes fortunas.
Y también la figura del inhibido violento. La cerebralización del amor y su devenir platónico vuelven paradójicamente más vulgares las prácticas sexuadas. La dureza del ascetismo platónico cristianizado engendra y genera numerosos sufrimientos, dolores, penas y frustraciones. Terapeutas, médicos y sexólogos lo atestiguarían: la miseria de las carnes gobierna el mundo. El cuerpo glorioso alzado al pináculo conduce indefectiblemente al cuerpo real a los tugurios, a los burdeles o al diván de los psicoanalistas. En lugar del logro exitoso de las disposiciones hedonistas, lúdicas, gozosas y voluptuosas, los dos milenios cristianos no han producido más que odio a la vida y la incrustación de la existencia en la renuncia, la compostura, la moderación, la prudencia, la reserva y la sospecha generalizada con respecto al otro.
La muerte triunfa como el modelo de las fijaciones e inmovilidades reivindicadas: la pareja, la fidelidad, la monogamia, la paternidad, la maternidad, la heterosexualidad y todas las figuras sociales que absorben y aprisionan la energía sexual para enjaularla, domesticarla y constreñirla al estilo de los bonsais, en convulsiones y estrecheces, en torsiones y obstáculos, en tensiones e impedimentos. La religión y la filosofía dominantes se han asociado siempre, hoy también, para lanzar una maldición contra la vida.
Una teoría del libertinaje supone, pues, reivindicar el ateísmo en el terreno amoroso clásico y tradicional, a la par que un materialismo combativo. Allí donde los vendedores de cilicios triunfan con sus platijas, sus esferas y sus ostras, el libertino se divierte con las travesuras del pez masturbador, el gruñido de los cerdos de Epicuro y las libertades del erizo soltero.
Texto de Michel Onfray en "Teoría del Cuerpo Enamorado - Por Una Erótica Solar", Traducción de Ximo Brotons, título de la edición original en lengua francesa "Théorie du corps amoureux - Pour une érotique solaire", Pre-Textos, Valencia, España, 2002, capitulo I. Digitalizacion, adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa.