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EL VIAJE DE LOS ESCLAVOS AFRICANOS HASTA AMÉRICA

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Millones de seres humanos fueron sacados de África a bordo de barcos negreros, un negocio que llegó a su apogeo en el siglo XVIII.

A principios del siglo XVI, llegaron a América los primeros esclavos africanos, transportados por portugueses y españoles. Comenzó entonces la trata, el tráfico de esclavos entre África y el Nuevo Continente, un comercio que produjo sustanciosos beneficios a particulares y a gobiernos hasta su abolición en 1807 por británicos y estadounidenses, aunque se prolongó hasta finales del siglo XIX en forma clandestina. Se estima que durante esos cuatrocientos años llegaron a América unos doce millones de africanos, destinados a las fincas o plantadones de los europeos en el Nuevo Continente en las que consumirían su vida.

Un negocio redondo

La trata de esclavos formaba parte del llamado «comercio triangular» atlántico. De Europa partían hacia África barcos cargados de mercancías que se cambiaban por esclavos. Los cautivos eran conducidos hasta Estados Unidos, Brasil o las Antillas inglesas, españolas y francesas, donde se adquirían productos americanos con los que emprender el retorno a Europa.

Los traficantes de esclavos, muchos de los cuales amasaron ingentes fortunas y fundaron verdaderas dinastías, solían depender de compañías europeas y de proveedores africanos. Estos últimos eran algunos reinos que debieron su auge a la trata, como el de los ashanti o el más importante de todos ellos: Dahomey, en el actual Benín, sobre todo durante el XVIII, bajo los reyes Tegbesu, Kpengla y Agonglo. Las campañas militares de estos soberanos proporcionaban gran número de prisioneros de guerra, parte de los cuales se vendía a los negreros en la ciudad de Xweda (la Ouidah o Whydah de los europeos, en el actual Benín), de la que partió casi un millón de esclavos hacia América. También podian venderse como esclavos los condenados por deudas, los ladrones, los asesinos y quienes infringían la ley.

Desde el interior del continente, los esclavos viajaban a pie hasta la costa en coffles, largas hileras de seres humanos encadenados unos a otros y custodiados por guardias armados. En ocasiones debían portar sobre sus cabezas alimentos o productos para comerciar, como agua, sorgo, marfil o cuero, e incluso piedras para hacer más difícil su huida.

En 1799, el explorador británico Mungo Park, que acompañó una caravana de esclavos, refería que andaban de ocho a nueve horas diarias, lo que permitía recorrer hasta treinta kilómetros. A medida que avanzaban, estas expediciones debían pagar peajes e impuestos y ello incrementaba el precio final de los esclavos, muchos de los cuales no llegaban nunca al mar. Raymond Jalamá, un mercader de Luanda (Angola), calculaba a finales del siglo XVIII que la mitad de los cautivos se perdía a causa ele las fugas y las muertes.

Un negocio redondo

Finalmente, las caravanas llegaban a una de las factorías que salpicaban las costas de África entre Mauritania y Angola, cuyos nombres aludían a la actividad comercial en la que cada región estaba especializada: Costa de la Pimienta (Liberia), Costa de Marfil, Costa de Oro (Ghana), Costa de los Esclavos (Togo y Benín) ... Allí los esclavos debían esperar la venta y el embarque en condiciones penosas, a veces durante meses: en 1790, el capitan William Blake compró 939 esclavos para una casa de Bristol, pero aguardaron tanto en tierra que 203 murieron antes de partir. Antes de comprarlos, el chujano del barco negrero verificaba que el esclavo estuviese sano, comprobando su boca, los genitales, los músculos, y se lo marcaba con un hierro candente, frotando antes su piel con aceite de palma o cera de vela para rebajar el dolor.

Tras su adquisición, unas barcas transportaban a los esclavos hasta los navíos, que no solían superar en media las 200 toneladas; las características de la navegación por las costas africanas desaconsejaba el uso de barcos mayores; luego los hubo incluso de 100 toneladas, más ligeros, para huir de los barcos antiesclavistas británicos tras la prohibición del tráfico. A finales del siglo XVIII, unos 70.000 o más esclavos cruzaban el Atlántico cada año.

Durante el trayecto a los esclavos se  los mantenía con grilletes hasta que perdían de vista Africa, para evitar que se rebelasen o se suicidaran golpeándose la cabeza, arrojándose al mar o dejándose morir de hambre. En cada barco eran embutidos entre 400 y 600 seres humanos, hacinados, encadenados de dos en dos en el entrepuente, el espacio situado bajo la cubierta. Alli, en el «parque de negros», realizarían la mayor parte del viaje, casi sin poder moverse, recluidos en un espacio de 50 centímetros de ancho por persona. Se separaba a los hombres de las mujeres y a los bebés de sus madres.

Una dura travesía

Las condiciones eran terribles; la higiene, ausente; el calor y la humedad, insoportables; el aire escaso, viciado, irrespirable y nauseabundo por los vómitos, deyecciones y restos de comida, a los que se unía, durante las tormentas, el agua que se filtraba por los costados y cubiertas, y todo ello formaba un repugnante barrizal. Las condiciones y carencias alimenticias provocaban toda clase de enfermedades, y la mortandad era elevada, a la que contribuían también los castigos, los suicidios por desesperación, la represión de las insurrecciones. A veces, las mujeres embarazadas parían ... Como paliativo, se los sacaba a la cubierta a tomar aire, se los rociaba con vinagre para que no enfermasen, o se los hacía bailar para que desentumeciesen los músculos.

La travesía (el 'middle passage' o "pasaje medio", como se lo denominaba en la jerga de la trata) podía prolongarse tres meses: se calcula que en el siglo XVII moría durante el viaje entre el 25 y el 28 por ciento de los cautivos, cifra que a finales del XVIII se había reducido 11 por ciento debido a la mejora de las condiciones a bordo y la experiencia de los capitanes, así como los avances técnicos y la menor duración del viaje. Pero en el siglo XIX, tras la prohibición de la trata, la mortalidad aumentó hasta el 15 por ciento; el comercio clandestino provocó un notable empeoramiento de las condiciones del viaje. Las tripulaciones de los barcos negreros, que a veces debían esperar meses en la costa, sufrían una mortandad muy elevada, deln por ciento, a causa de las fiebres y otras enfermedades.

La llegada a América

Al llegar a América, se daba de comer y se bañaba a los negros enflaquecidos, agotados o enfermos, para que presentasen mejor aspecto. Anunciada la venta, se exponia a los esclavos al público en un cercado. Unos agentes al servicio de los plantadores los compraban, a comisión; otros se subastaban; y los que quedaban se vendían por lotes. Obviamente, los esclavos jóvenes y robustos de ambos sexos eran los preferidos. La venta no se realizaba por grupos familiares, sociales, o étnicos, salvo excepciones: familias o grupos eran separados para siempre, a veces deliberadamente para evitar el riesgo de conspiraciones. Tras ser vendidos, los africanos se encontraban con un tipo de esclavitud diferente del africano. El europeo era especialmente duro con el esclavo: éste, además de no ser libre, carecía de personalidad jurídica y de cualquier tipo de derecho y debía realizar los trabajos más penosos. Las relaciones con el amo eran generalmente distantes, cuando no brutales - con agresiones y asesinatos incluidos -, aunque a veces eran más humanas.

Las esclavas mantenían a menudo relaciones sexuales con los amos más o menos abusivas; en todo caso, sus hijos nacían esclavos. El esclavo formaba el último escalón de la sociedad, era casi un «objeto inanimado» que podía ser revendido o intercambiado; y su destino era el trabajo en la plantación o la factoría durante toda su vida.

Texto de Carlo A. Caranci en "Historia National Geographic", Barcelona, España, n.106, diciembre 2012, pp. 22-25. Adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa.

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