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Batalla de Termópilas |
Hollywood ha reescrito la historia en múltiples ocasiones, pero pocos mitos fílmicos han tenido tanto recorrido como el de los espartanos de Leónidas, que resistieron ferozmente el empuje de los persas en el paso de las Termópilas.
El estreno en 2006 de la película 300 de Zack Snyder, adaptación de la popular novela gráfica del mismo nombre, puso de moda en todo el mundo el austero modo de vida de estos recios guerreros peloponesios y sus hazañas en el campo de batalla. Pero Hollywood contó sólo una parte de la historia, dando nueva vida a un viejo mito histórico que dignificó a los espartanos convirtiéndolos en mártires de la libertad en la lucha contra hordas de ‘bárbaros’ orientales. En realidad en el desfiladero de Termópilas no únicamente se inmolaron 300 espartanos. El contingente griego estaba formado por más de 5,000 hoplitas, procedentes de Arcadia, Corinto, Tegea, Mantinea, Tebas o Tespia. Muchos otros griegos, sin embargo lucharon en favor de la causa persa. Y los espartanos no eran, precisamente, una sociedad democrática sacrificándose por la causa de una Grecia que tenía entonces un rostro político y social muy heterogéneo. Sí es cierto que el rey Leónidas, consciente de que la causa griega estaba perdida, y que su ejército pronto se vería completamente rodeado, decidió permanecer en el paso con un selecto grupo de combatientes dispuestos a morir matando.
Pero en realidad junto a los 300 espartanos defendieron la posición hasta el final 300 ilotas (esclavos), al servicio de aquéllos, que lucharon como infantería ligera, además de 400 hoplitas espartanos y 700 tespieos al mando de Demófilo. De hecho, aunque el ‘marketing’ histórico los ha olvidado por completo, fueron los tespieos los verdaderos héroes de las Termópilas. El contingente espartano sólo constituía una mínima parte de la población masculina de Esparta, mientras que los 700 tespieos eran la práctica totalidad de varones en edad de luchar, y su muerte supuso un golpe irreversible para la polis, que fue destruida, indefensa, pocos días después de la decisiva batalla de Termópilas.
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Los Vikingos |
El estereotipo dice que los fieros guerreros nórdicos eran violentos y extremadamente crueles con sus víctimas, y que se dedicaban exclusivamente al pillaje portando el característico casco rematado por cuernos que les confería una imagen tan terrorífica.
Si bien es cierto que los vikingos no eran una excepción en un periodo, la Edad Media, de extrema violencia en todo el viejo continente, se trata de una imagen completamente distorsionada. En realidad la historia de los vikingos fue fundamentalmente escrita por sus víctimas, que no dudaron, con toda probabilidad, en exagerar la faz diabólica de estos hábiles comerciantes llegados de Escandinavia, inmortalizando sus razzias y saqueos con alguna que otra licencia.
Más leña al fuego aún echó la literatura romántica en el siglo XIX contribuyendo a forjar el retrato robot del vikingo estándar distinguido por el característico casco de cuernos. En realidad no existe absolutamente ninguna evidencia de que éstos existieran nunca. Fue el pintor August Malmström quien a mediados de ese siglo representó a los vikingos por vez primera con estos singulares yelmos para ilustrar La saga de Frithiof, un poema épico que acabaría definiendo el estereotipo visual del vikingo bárbaro, sediento de sangre e intimidante bajo los imponentes cuernos.
Richard Wagner hizo el resto con el estreno en 1876 de la ópera El Ocaso de los Dioses, que contenía numerosas referencias a la mitología nórdica. En realidad, sólo se conserva intacto un casco de la era vikinga, datado en el siglo X, que nada tiene que ver con los fantasiosos cascos románticos de Malmström. Es cierto que se han hallado ocasionalmente cuernos entre los ajuares funerarios de algunos guerreros vikingos, pero se trataba sólo de objetos de prestigio utilizados como recipientes para bebida, nunca como elementos ornamentales en la panoplia nórdica.
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La Gran Muralla China |
No hay duda de que la Gran Muralla china es una de las construcciones arquitectónicas más colosales de la historia de la humanidad. Sus más de 21,000 kilómetros de longitud, que surcan el país asiático desde el desierto del Gobi hasta la frontera con Corea, la convierten en la estructura militar-defensiva, con diferencia, más grande del mundo. Desde finales de los años 30 la muralla dio pie a uno de los mitos-bulos más recurrentes del siglo XX, que exageraba hasta el límite su leyenda. El bulo, no obstante, ha perdurado, pese a los múltiples desmentidos protagonizados por astronautas de la NASA. La idea de que la muralla es visible a ojos vista desde el espacio, y más específicamente desde la Luna, se gestó en realidad antes de que el hombre pusiera el pie por primera vez en el satélite.
El mito, inevitablemente, se derrumbó cuando las primeras misiones estadounidenses hollaron suelo lunar a finales de los años 60. Alan Bean, tripulante del Apolo 12, misión tripulada a la Luna organizada por la NASA, desmintió tajantemente la leyenda urbana asegurando que desde la Luna, en verdad, únicamente se veía una esfera azul con manchas marrones y amarillas. En realidad es imposible distinguir la muralla desde el espacio por la sencilla razón de que la textura, color y materiales de construcción del monumento se mimetizan completamente con el entorno.
En 2004 Leroy Chiao, astronauta de la NASA, intentó fotografiar por vez primera la muralla desde el espacio, utilizando una lente de 180 milímetros, y sólo unos fragmentos de la misma eran visibles, a duras penas, a su paso por Mongolia Interior. Los resultados de un segundo intento realizado con una lente mucho más potente, de 400 milímetros, no fueron mucho mejores.
La Gran Muralla China no es visible, en modo alguno, desde el espacio, a simple vista; e incluso con cámaras de alta precisión, es difícil de identificar.
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Antiguos Samurais |
Impasibles ante la proximidad de la muerte, leales hasta la última sangre, celosos por preservar un código de honor ancestral que contemplaba el suicidio ritual como honrosa salida ante la pérdida de una batalla o la muerte de su señor, excepcionales espadachines, guerreros ascetas imbuidos de un espíritu zen que no conocían el miedo.
Así eran los samuráis del Japón feudal, o al menos eso es lo que nos han hecho creer la literatura, el cine y el manga. En realidad esa imagen romántica del guerrero infalible que miraba a la muerte a los ojos sin pestañear es enteramente un mito.
Todos los estereotipos relativos a la ética samurái se gestan después de 1615, año en el que finalmente Japón es pacificado tras siglos de guerras en los que los samuráis habían regido el destino del país. Comienza entonces el periodo Edo, 250 años de paz prácticamente ininterrumpida en el que los samuráis se encierran en sus castillos feudales, reciclados como funcionarios, llevando a cabo tareas administrativas y rituales que nada tienen que ver con la guerra. Es en este periodo de paz cuando nace el mito del bushido, el código del samurái, que forja la imagen del guerrero, completamente adulterada, que perdura hasta el día de hoy.
En realidad los samuráis del siglo XVII no sabían lo que era el combate, y raramente desenfundaban su preciada katana. El bushido es, de hecho, poco más que una coartada para mantener sus privilegios de casta, ocultando que en realidad se habían convertido en un estamento inútil. En realidad hasta antes de 1615 carecían por completo de código marcial alguno huían, si podían, para contarlo otro día; traicionaban a su señor si la recompensa valía la pena, y sólo se suicidaban en situaciones total y absolutamente desesperadas.
Tampoco eran espadachines; de hecho el arma ofensiva samurái por antonomasia fue el arco, y a partir del siglo XV la lanza. Serán, ya avanzado el siglo XVII, obras como El Libro de los Cinco Anillos, de Miyamoto Musashi, uno de los pocos samuráis fieles al estereotipo del que se tiene noticia, y el Hagakure de Yamamoto Tsunetomo, un samurái que apenas salió de los muros de su castillo, las que forjarán un mito alimentado a finales del siglo XIX por un nacionalismo nipón exacerbado.
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Solis Invictus |
No existe documento alguno, ni siquiera la Biblia, que proporcione pista alguna sobre la fecha de nacimiento de Jesucristo, y sin embargo cada 25 de diciembre en los países de tradiciones cristianas nos reunimos alrededor de una mesa familiar para conmemorar su ‘cumpleaños’. Lo cierto es que, de la misma manera que sabemos que Jesús no nació en el ‘año 0’, sino, paradójicamente, en la era precristiana, sabemos que la tradición del 25 de diciembre no tiene relación alguna con la figura histórica que representa.
Bien al contrario, en ese día se celebraba una de las festividades paganas más populares e importantes del mundo antiguo. Las Saturnalias, que rendían culto y homenaje al dios Sol (Sol Invictus), se celebraban desde tiempos inmemoriales en el Imperio romano en la semana del solsticio de invierno, llegando a su punto culminante, precisamente, el día 25 de diciembre.
Con el objetivo de facilitar la conversión de los paganos al cristianismo, sin que por ello tuvieran que renunciar a sus tradiciones más arraigadas, el papa Julio I optó en el año 350 por situar la fecha de celebración del nacimiento del llamado Mesías en el día cumbre de las Saturnalias. Fue una decisión meramente práctica, que se formalizó de manera definitiva cuatro años después cuando el nuevo pontífice, Liberio, convirtió la voluntad de Julio en decreto.
Desde entonces la Navidad se celebra en diciembre, solapándose con otras muchas tradiciones precristianas extendidas, aún hoy, en países del hemisferio norte, que saludan la llegada del solsticio de invierno con rituales de lo más diverso. Así pues, en realidad, la Navidad, en origen, tiene un fondo netamente pagano. Lo cierto es que no sabemos cuándo nació Jesucristo, y que el 25 de diciembre no tiene ninguna relación real con su figura histórica.
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George Washington |
George Washington fue el primer presidente de Estados Unidos. Con seguridad, no habrá libro escolar de historia que se atreva a cuestionar esta aparente evidencia. Washington es el padre de la nación de las barras y estrellas, y aunque la realidad histórica no cuestiona en absoluto ese rol determinante en la historia de ese país, sí se basa en una certeza total o parcialmente errónea. La realidad es que George Washington fue el primer presidente de Estados Unidos bajo el amparo de la Constitución aprobada en 1787, pero en modo alguno fue el primer presidente de los Estados Unidos de América. Los libros de historia olvidan por completo recordar esta circunstancia, enterrando en la amnesia la oscura figura de sus casi anónimos predecesores.
Antes de la aprobación de la Constitución la confederación tuvo hasta ocho presidentes. El primero de ellos fue John Hanson, quien fue elegido para el cargo en 1781 y tuvo un papel determinante en la implementación de un servicio postal y un banco nacional.
Después de él vendrían otros siete, siendo Cyrus Griffin el último máximo mandatario que rigió los destinos del ‘país’ antes de que se votara la ley suprema aún hoy vigente en el territorio estadounidense, aún bajo el amparo de los llamados ‘Artículos de la Confederación’, precursores de la Constitución, que entre otras cosas definían las funciones del Congreso, el rol de presidente y los mecanismos comunes que atañían a los trece estados miembros.
Es cierto que no resisten comparación las competencias asociadas al cargo en tiempos de los ocho ‘pioneros’ y en tiempos de Washington. De hecho, los Artículos de la Confederación fijaban sustanciales restricciones a la acción política del presidente, que ejercía un papel esencialmente simbólico en un tiempo en el que los estados querían evitar a toda costa la excesiva concentración de poder en manos de una sola persona.
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Emperador Caligula |
Calígula es, sin duda, uno de los emperadores más célebres de la historia de Roma. No, naturalmente, por sus dotes como político o militar, sino por sus incontables excentricidades, su incontrolada demencia y una crueldad sin precedentes.
Pero entre todas esas rarezas, detalladas por el historiador y biógrafo Suetonio en su Vida de los Doce Césares, la más célebre es, probablemente, el desmedido afecto que sentía por su caballo Incitatus. Según su relato el emperador mandó construir un establo de mármol con pesebres de marfil, mantas púrpura y guarniciones de perlas. Además le proporcionó una casa con sirvientes. Pero la anécdota más célebre, y que da la medida de la presunta demencia del princeps, tiene que ver con su intención de nombrar cónsul al animal, frente a la estupefacción de los miembros del Senado. Sólo su muerte, asesinado, en el año 41, impidió, al parecer, que se saliera con la suya.
En realidad la mayoría de los expertos e historiadores contemporáneos ponen seriamente en tela de juicio el relato de Suetonio sobre Incitatus. En primer lugar, el historiador romano escribió sus biografías de emperadores varias décadas después de la muerte del emperador, y sus textos son, fundamentalmente, una colección de rumores y leyendas urbanas. Todo ello cubierto de un halo de sensacionalismo nada desdeñable. Suetonio está muy lejos de ser un historiador ejemplar, y su hostilidad hacia la figura de Calígula nos obliga a poner prudentemente en tela de juicio todos los excesos que le atribuye.
Es improbable que el emperador llegara tan lejos, ni que se planteara realmente nombrar cónsul a su caballo. Con todo, algunos historiadores dan crédito a los dichos de Suetonio, y argumentan que el empeño de entregar a su caballo la magistratura más importante de la antigua Roma no era sino una manera de mostrar, con una excentricidad de las suyas, el profundo desprecio que el emperador sentía hacia los miembros de la clase senatorial.
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Combate Gladiatorio |
El gladiador es uno de los personajes del mundo clásico predilectos de Hollywood, y como no podía ser de otra manera, la gran pantalla ha contribuido sustancialmente a la deformación del mito, expandiendo leyendas inexactas a diestra y siniestra.
Lo cierto es que todo empezó con un cuadro, una espectacular recreación del desenlace de un combate gladiatorio obra del pintor francés Jean-Léon Gérôme que, en buena manera, forjó la imagen del gladiador que impera hoy en la cultura popular. En la pintura puede verse a un murmillo (una de las especialidades de la gladiatura) presionando el cuello de un retiarius vencido que pide clemencia mientras aguarda el veredicto de la grada Los espectadores extienden el pulgar hacia abajo, lo que fue interpretado en su momento como una ‘autorización’ del público para ejecutar al perdedor.
En realidad, lo del pulgar hacia arriba o hacia abajo como sinónimos de vida y muerte es nada más que un mito. Al contrario, en la antigua Roma, el pulgar hacia arriba (cual espada desenvainada) significaba muerte, mientras que el gesto de clemencia era el puño extendido con el pulgar contraído y oculto. Tampoco es cierto que los gladiadores pronunciaran aquel “Ave César, los que van a morir te saludan” antes del combate.
Ningún individuo de tan baja extracción social habría osado dirigirse directamente al emperador. El mito nace a partir de una anécdota de Suetonio, quien describe un espectáculo gladiatorio específico donde, al parecer, se pronunció una frase semejante. No existe ningún otro testimonio ni anterior ni posterior en el que la fórmula se repita por lo que, en el mejor de los casos, no fue más que un hecho aislado.
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Pirámides de Giza |
La inversión de recursos humanos necesaria para levantar las pirámides en el antiguo Egipto fue, no cabe duda, algo fuera de lo común.
Heródoto habla de hasta 100,000 trabajadores implicados en la hercúlea tarea, y aunque algunos historiadores contemporáneos han puesto en duda la viabilidad de la cifra, otros la consideran plausible teniendo en cuenta la dimensión logística del desafío.
Durante mucho tiempo se dio por hecho, sin evidencias demasiado sólidas, que esta colosal fuerza de trabajo sólo pudo ser movilizada en un régimen de esclavitud, razón por la cual el cine estadounidense ha inmortalizado la estampa del esclavo hebreo cruelmente azotado por los látigos de los capataces egipcios mientras construían pirámides, templos y palacios en el país de los faraones.
Una vez más se trata de una invención muy posterior o, en el mejor de los casos, de una errónea interpretación de las evidencias histórico-arqueológicas. Al día de hoy ya nadie duda de que quienes construyeron las Pirámides de Keops, Kefren y Micerinos en la llanura de Giza no eran, en absoluto, siervos. Bien al contrario, se trataba de trabajadores libres, que percibían un salario por su esfuerzo. El hallazgo en los últimos años de sepulturas de estos empleados del Estado egipcio en las proximidades de las pirámides no ha hecho sino confirmar lo que ya era un secreto a voces.
Los obreros que erigieron las pirámides gozaban de un gran prestigio social, como demuestra el hecho de que se les permitiera enterrarse tan próximos a la última morada del faraón, un honor del que no cualquiera podía disfrutar. El análisis osteológico de los esqueletos y huesos encontrados confirma que vivían y trabajaban en condiciones durísimas, como demuestran las recurrentes evidencias de artritis, entre otras muchas lesiones. Pero el sacrificio no era en balde: percibían un salario por su trabajo y además gozaban del reconocimiento del faraón. Nada que ver con las miserables condiciones de vida de un esclavo.
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Colombo (tela de José Maria Obregon) |
Existe un mito popular muy arraigado tejido alrededor de un presunto interés por parte de Cristobal Colón de navegar la ruta del oeste con destino a las Indias con el propósito de demostrar a una sociedad cerrada y anclada en el pasado que la Tierra no era plana, sino redonda.
En realidad al genovés universal jamás le pasó nada semejante por la cabeza. Habría sido completamente absurdo considerando que hacía siglos que ya se daba por hecho que la Tierra era redonda. Eratóstenes, Posidonio, Estrabón, Tolomeo o el califa Al-Ma’mum, amante de la cartografía, ya habían desarrollado ampliamente esta hipótesis con mediciones más o menos precisas.
En el siglo XV ya nadie dudaba de la esfericidad de la Tierra. Incluso, el temerario proyecto de Colón de navegar hacia el oeste en busca del continente asiático había sido formulado en numerosas ocasiones desde tiempos de los romanos.
El genovés fue el primero en aventurarse a ejecutar la arriesgada empresa, pero la resistencia de los expertos designados por el rey Fernando el Católico para valorar la viabilidad del proyecto nada tenía que ver con un presunto enroque en una atávica creencia en la forma plana de la superficie terrestre. Todo lo contrario, los expertos recelaban, y con razón, de los dudosos cálculos de Colón, que estimaba la distancia entre España y las Indias mucho menor de lo que realmente era. Es ahí donde residieron las dudas de la corona española, y el tiempo le dio la razón:el genovés basándose en una estimación demasiado optimista de Tolomeo había confundido la milla árabe de Al-Ma’mum con la milla romana, por lo que sus cálculos estaban equivocados. La empresa llegó a buen puerto, pero de ningún modo Colón demostró algo que ya se sabía desde antiguo: que la Tierra era redonda.
Texto de Roberto Piorno en "Muy Interesante", Mexico, n.12, diciembre 2016. pp. 56-61. Adaptación y ilustración para publicación en ese sitio por Leopoldo Costa.